El juicio verdadero y definitivo solo le compete a Dios.

En esta vida la justicia humana es como el cariño entre las personas: condicionado, circunstancial y de preferencias.

En varios lugares del Nuevo testamento se nos repite el mandato de no hablar mal de nadie.

Lo que hay que hacer con quién actúa vejatoriamente es dejarles el claro y ser caritativos con ellos cuando caigan en desgracia.

Se trata de vivir en el Espíritu de las Bienaventuranzas, o, como nos gusta llamarles en un rejuego de palabras: la Aventura de vivir el bien.

De ellas brota todo el Sermón de la Montaña. Jesucristo, único poseedor del Magisterio Divino, quiere que nos cultivemos en el lenguaje, en los modales, en los gestos de cortesía, sin caer en la ridiculez o en lo chocante.

La pretensión y el acaparamiento conducen a la mezquindad.

Busquemos sin descanso el perdón de nuestra infinidad de pecados y ofrecer nuestros afanes y sufrimientos al Sagrado Corazón de Jesús para que todos alcancen el tan necesario perdón.

No nos preparemos desde ahora un juicio sin clemencia por ser implacables con los demás.

Abandonemos la condición de justicieros que hemos asumido por cuenta propio y de hacer caso omiso a nuestra multitud de limitaciones y graves transgresiónes…

Y con este espíritu de reconciliación al comulgar, la paz y la libertad reinarán en nuestra alma.