De María, deleite de su alma, nos enseña el Doctor de las mieles a su Iglesia:
A esta ciudad, pues, fue enviado el ángel Gabriel por Dios. ¿A quién? A una virgen desposada con un varón, cuyo nombre era José. ¿Qué virgen es ésta tan respetable que un ángel la saluda? ¿Tan humilde, que está desposada con un artesano? Hermosa es la mezcla de la virginidad y de la humildad; y no poco agrada a Dios aquella alma en quien la humildad engrandece a la virginidad y la virginidad adorna a la humildad.
Mas ¿de cuánta veneración, te parece, que será digna aquella cuya humildad engrandece la fecundidad y cuyo parto consagra la virginidad? Oyes hablar de una virgen, oyes hablar de una humildad; si no puedes imitar la virginidad de la humilde, imita la humildad de la virgen.
Loable virtud es la virginidad, pero más necesaria es la humildad: aquélla se nos aconseja, ésta nos la mandan; te convidan a aquélla, a ésta te obligan. De aquélla se dice: El que la puede guardar, guárdela; de ésta se dice: El que no se haga como este párvulo, no entrará en el reino de los cielos. De modo que aquélla se premia, como sacrificio voluntario; ésta se exige, como servicio obligatorio.
En fin, puedes salvarte sin la virginidad, pero no sin la humildad. Puede agradar la humildad que llora la virginidad perdida; mas sin humildad (me atrevo a decirlo) ni aun la virginidad de María hubiera agradado a Dios. ¿Sobre quién descansará mi espíritu, dice el Señor, sino sobre el humilde y manso? Sobre el humilde, dice, no sobre el que es virgen. Con que si María no fuera humilde, no reposara sobre ella el Espíritu Santo; y, si no reposara sobre ella, no concibiera por virtud de Él.