Bienvenidos al Banquete del Señor. Todo es gracia. Nadie es dueño de la Casa donde se ofrece esta Cena Pascual Semana.
Es su Iglesia. No la nuestra.
Los Sacerdotes somos los sirvientes de la Mesa de todos los hijos del Pueblo de Dios, y solo le rendimos cuentas al Señor en la persona de nuestro Pastor, el Obispo y Sumo Sacerdote de la Diócesis.
No somos empleados de nadie ni le debemos favores, menos esperamos nada de nadie.
Eso sí, todo lo esperamos solo de Dios.
Lugares de honor, primeros asientos. Eso no existe en la Iglesia. Su naturaleza es la Comunión de una familia en la que todos son hermanos.
Comienza el ciclo en San Lucas de la acogida a los pecadores, la declaración de la supresión de la discriminación entre los que se justos y desprecian a los demás por ser pecadores.
Tras el arrepentimiento de estos últimos como el publicano en el Templo, como ocurrió con Zaqueo y toda su Casa, es decir de aquellos que no están sanos, sino enfermos, necesitados de médico, medicina, tratamiento, terapia y acompañamiento constante para no caer o para llevarse y salir del pecado.
La autosuficiencia, la prepotencia, el acaparamiento, la autosuficiencia y el status religioso de quienes actúan como dueños de la religión solo se puede superar con el desprendimiento, la humildad y la caridad. Para el olvido y anonimato en la Iglesia queda cualquier honor, todo prestigio y poca cosa es el poderío.
Humillense en la presencia del Señor y Él lo exaltará, y el diablo huira de ustedes dicen las Cartas Catolicas del Nuevo Testamento.
Todo lo que somos y tenemos Cristo nos lo ha dado para que sus bienes estén a favor de los pobres, lisiados, cojos y ciegos. No para ganar beneficios y obtener placeres a costa de los demás.
¡Quién se adueña de los primeros puestos quedará en el olvido! ¡Se le retirará deshonrosa mente todo lo que pretendía dominar!
La Mesa está servida, nuestro traje para la Cena del Señor es de gala diseñado con la dedicación por los Sacramentos y la generosidad a cultivar el bien para con el prójimo y con Dios, la serenidad y la tranquilidad interior, el soportar con paciencia y serenidad las dificultades y pruebas de parte de otros, la amabilidad y la dulzura en el trato con los demás, el hacer el bien y buscar el bienestar de todos, la lealtad y compromiso en las relaciones y deberes, la suavidad de costumbres, la moderación y el dominio de sí mismo en los deseos y pasiones, la perseverancia, la fortaleza, la pureza, la modestia y la continencia.
Aspiremos estos, los frutos de arriba. Los de la tierra se pudren, caducan y serán para otros. Nunca permanecen con uno para siempre. Menos a fuerza de violencia.