En la última década, la narrativa de la realidad ha sido fracturada. La autoridad para contarnos el mundo ya no reside únicamente en las instituciones tradicionales, sino que se reparte con la inmediatez personal de los influencers y las redes sociales.
Esta dualidad ha expuesto la gran vulnerabilidad del periodismo: la pérdida de su función esencial. La batalla ya no es por la verdad, sino por la atención, y la consecuencia es demoledora. El Periodismo tradicional, presionado por la economía del clic y el espectáculo digital, ha sacrificado su rol fiscalizador y ha descendido hacia la trivialización y el morbo, mientras que los nuevos actores digitales rara vez tienen la preparación o el interés para ocupar el vacío que deja la crítica seria.
El periodismo, el “perro guardián” de la sociedad, ha debilitado su mordida crítica.
Bajo la presión de la supervivencia económica, muchos medios han optado por el lucrativo camino del contenido chatarra.
La investigación profunda y la fiscalización son procesos lentos y costosos. Por el contrario, el sensacionalismo, la intriga y la vida privada son productos baratos y de alta rentabilidad viral. La información se transforma en un producto diseñado para la reacción y el share, no para la reflexión. El valor del contenido se mide por el nivel de escándalo que provoca, no por el conocimiento que imparte, degradando el discurso público.
Esta desviación se hace evidente cuando los medios, en lugar de centrarse en la sensibilidad social, amplifican contenidos diseñados para crear intriga y dividir. Por ejemplo, en la realidad dominicana, la crítica se transforma en ataque personal: en lugar de investigar la efectividad de una gestión crucial (en sectores como salud o educación), los medios se concentran en filtrar y amplificar rumores e intrigas internas de bajo nivel.
El objetivo no es mejorar la gestión, sino desacreditar y demonizar la institución, priorizando el escándalo sobre el debate constructivo y el relato de la vocación de servicio.
De forma paralela, la prensa cede a la explotación del morbo y la vida privada. El éxito de narrativas que replican el estilo retorcido de programas de farándula y telerrealidad —como La Casa de Alofoke o similares— demuestra que el conflicto personal es la fórmula más rentable, muy por encima del reportaje serio. El problema no es la existencia de la farándula, cuyo rol es el entretenimiento; el problema es que, incluso si esta promueve antivalores o bajeza moral, el periodismo abandona su deber ético para imitarla y legitimarla, destruyendo la frontera entre el hecho verificado y el espectáculo. Este periodismo de morbo descontextualiza y trivializa asuntos serios, pues el ataque y la difamación generan más clics que la información relevante.
El flujo de información actual revela un ciclo vicioso de degradación. Al seguir el rastro de un evento desde los grandes medios hasta los influencers y de vuelta, lo que se encuentra es un retrato de puro circo, sensacionalismo, y bajeza a todo terreno.
Los medios y los influencers convergen: el medio crea el “gancho” y el influencer le añade la emoción exagerada.
El ciclo se cierra cuando el medio vuelve a tomar la reacción vulgar de la red y la re-introduce como «noticia». Este ejercicio demuestra que la crisis no es de un sector aislado. Es una prueba irrefutable de la profunda desconexión ética. Es el espejo que nos exige una luz de claridad: si el periodismo se ha convertido voluntariamente en el mejor influencer de contenido chatarra, el camino de regreso pasa obligatoriamente por un compromiso renovado con el rigor y la sensibilidad social.
Frente a la trivialización y el morbo, el horizonte necesario es un periodismo de valores que informa. Este periodismo se resiste al espectáculo y se reafirma en principios irrenunciables: Integridad y Responsabilidad, entendiendo que informar es un servicio público; Contextualización Profunda, yendo más allá del conflicto para explicar el por qué y el cómo; y Enfoque Constructivo, complementando la crítica con la pregunta “¿Y ahora qué?”, informando sobre soluciones e iniciativas.
El peligro actual no es la falta de información, sino la falta de mediación crítica y ética. Si los medios logran recuperar esta brújula, no solo informarán mejor, sino que recuperarán la autoridad moral que perdieron al competir con el espectáculo.
La supervivencia cívica depende de que los ciudadanos exijan un periodismo que muerda, no uno que solo ladre a las órdenes del entretenimiento y de la orden del que manda, que diseña estrategias para bajar presión, distraer y embobar, antes que instruir y bien informar.
Por: Juan Cepeda

