Matthew Monteith para The New York Times

Es psicoterapeuta y autora de Eightysomethings: A Practical Guide to Letting Go, Aging Well and Finding Unexpected Happiness.

Llega otro invierno covid, pero este momento de la pandemia se siente esperanzador. A mis 87 años, estoy volviendo a familiarizarme con la vida social que había pausado durante muchos meses. Voy a restaurantes y museos, voy a la iglesia y visito a mis nietos que viven en una ciudad vecina. Siempre me he percibido como alguien optimista y que toma riesgos. Pero cuando me aventuro a salir, tengo en la cabeza un recordatorio constante: “¿Esto es demasiado arriesgado para mí?”.

Pero si el riesgo de enfermarme de COVID-19 me detiene, hay algo aún más fuerte que me impulsa a salir: el miedo a no aprovechar al máximo el tiempo que me queda, mi “única vida, salvaje y preciosa”, como la describió la poeta Mary Oliver.

A mi edad, la esperanza de vida es de solo seis años. Quiero pasar el tiempo que me queda viajando, asistiendo a fiestas con amigos y viendo a todos mis nietos que viven lejos. Estoy encantada de que mi comunidad de jubilados se haya reabierto. El comedor vuelve a servir comidas y me he unido a una clase de baile y a otra de tai chi. Quiero disfrutarlo todo ahora. El tiempo se acelera a medida que envejeces. Un amigo de 90 años lo dice de esta manera: “¿Qué tengo que perder?”. Quienes tenemos ochenta y tantos años o más estamos acostumbrados a estar en la vecindad con la muerte.
Las conversaciones han comenzado de nuevo en la biblioteca comunitaria de jubilados.Credit…Matthew Monteith para The New York Times.

La autora en el comedor con Dalton Avery, a la derecha, y Peter Gunness.Credit…Matthew Monteith para The New York Times.

Eso no quiere decir que esté viviendo sin temor. Aunque confío en que mis tres inyecciones de la vacuna me protegerán, no soy la misma persona que era antes de la pandemia. Te sientes vulnerable cuando te recuerdan una y otra vez que las personas mayores de 65 años corren un mayor riesgo de morir de COVID-19 y que ese riesgo aumenta con la edad. Tengo algo de miedo a las multitudes y las grandes reuniones, y soy reacia a tocar a otras personas. El dolor y el sufrimiento del mundo me acompañan como nunca antes, y ahora soy muy consciente de que lo que damos por sentado y vemos como normal puede cambiar en un instante. Pero estoy lista para seguir adelante.

Aunque todas las personas han padecido los estragos de la COVID-19, la vida pandémica fue distinta para quienes tenemos ochenta y tantos años. Sí, nuestro riesgo de enfermar o morir por la COVID-19 era mucho mayor. Sin embargo, pude mantener mi ecuanimidad. Las personas de mi edad son resilientes; después de todo, nuestra infancia transcurrió durante la Segunda Guerra Mundial.

Debido a que la pandemia obligó a mis coetáneos y a mí a estar tan protegidos, la vida diaria se volvió, irónicamente, libre de estrés y, para algunos de nosotros, aburrida. En marzo de 2020, a mi novio y a mí nos dijeron que no podíamos seguir yendo y viniendo entre nuestros departamentos en nuestras comunidades para jubilados. Nos tomó unos cuantos minutos decidir que se mudaría conmigo. Esa decisión apresurada significó que vivimos juntos agradablemente durante los largos meses de cuarentena, leímos libros y resolvíamos juegos de palabras. Escribí en mi blog sobre el envejecimiento y hablé con mis pacientes de psicoterapia por Zoom. Recibíamos la cena en la puerta.

No fue lo mismo para mis hijos adultos o para muchos de mis pacientes, quienes en su mayoría tienen entre 40, 50 y 60 años. Sus niveles de estrés fueron descomunales. Algunos tomaban precauciones extraordinarias y desinfectaban sus compras del supermercado. Una de mis pacientes, que trabajaba tiempo completo mientras coordinaba la educación de sus hijos desde casa, me dijo que podría “dormir tres años”.

Muchos de mis pacientes más jóvenes parecen estar renuentes a volver a una vida más normal. Me dicen que se lo están tomando con calma. A menudo van mucho más lento que nosotras, las personas mayores. Una paciente de unos 40 años me dijo que “tiene muchas ganas de ir a un restaurante y comer en interiores”. (Yo ya he estado en seis o siete restaurantes). Hasta hace poco, mi hijo y a mi nuera nos hacían sentarnos en la cochera de su casa cada vez que los visitábamos. Algunas de las mujeres más jóvenes en mis clubes de lectura y grupo de escritoras son quienes no quieren reunirse en persona.

La preocupación por la seguridad ha vuelto mandones e incluso tiránicos a algunos hijos de quienes tenemos ochenta y tantos años . Los dos hijos adultos de una amiga le dijeron que no podía salir de su casa bajo ninguna circunstancia. Sus hijos compraron su comida y la llevaban al médico. Pero estaba necesitada de compañía humana y se sintió resentida. Después de vivir tantas décadas, sabemos con absoluta certeza que las relaciones y el disfrute del tiempo con las personas que amamos son lo que más importa en la vida.

Vivir hasta los ochenta años no era muy común hasta hace relativamente poco tiempo. Pero ahora la gente de mi edad está haciendo todo tipo de cosas: hacer senderismo por los Apalachesenamorarse, escribir poesía por primera vez o ayudar a reubicar a refugiados afganos. Tener 80 años no significa que tengas que concentrarte en la supervivencia. Es un momento para disfrutar de una vida plena. Y eso es lo que estoy lista para hacer.

Katharine Esty es psicoterapeuta, psicóloga social y autora de Eightysomethings: A Practical Guide to Letting Go, Aging Well and Finding Unexpected Happiness.

Fuente: nytimes.com