Brian Rea

Nuestro hogar es un desastre de cosas extraviadas. Estoy agradecida por lo que esto —y el autismo de mi hijo— me ha enseñado.

Un pequeño corazón blanco marca como favorito un video de cinco segundos en mi celular. En él, mi hijo (en ese entonces de seis años) muestra con orgullo el bolso transversal color rosa pálido que se puso. Contonea el torso y coquetea con la cámara mientras pregunta: “Oye, amiga, ¿te gusta mi nuevo bolsooo?”.

Cuando compro un nuevo bolso, sé que será lo primero que mi hijo notará cuando me vea. Su entusiasmo congratulatorio (“¡Mamá, tu nuevo bolso es muy bonito!”) llega antes que su sonrisa con hoyuelos y una indagación acerca del bolso anterior (“Entonces, ¿me puedo quedar con tu bolso viejo?”). Y no solo se trata de mis carteras, sino de todo tipo de bolsos: Max sigue ese mismo guión cuando su padre compra un nuevo portafolio o cuando su hermana llega con una mochila nueva.

Un día, se transmitía la película Intensamente mientras él jugaba, e hizo una pausa para ver el momento en que la protagonista toma dinero del bolso de su madre para poder escapar.

“Si estuviera en esa película, me llevaría todo el bolso”, dijo.

Así es, amiguito. Eso ha sido predecible desde que era un encantador niño de tres años, cuando comenzó a proclamar su pasión por el equipaje con un esplendor y una soberanía casi regios.

Su Majestad requería bolsos, y bolsos tendría —pañaleras, maletas, bolsas reusables del supermercado y más— para vaciar y llevar de un lugar a otro todos los días. Las bolsas de Max han vivido por toda la casa, en nuestros autos, en las oficinas y en todos los demás espacios que él ocupa. Incluso ahora, a los nueve años, Max a menudo deja salir una frase de pánico: “¡Esperen un minuto!”, cuando es hora de partir para poder empacar un bolso de manera frenética.

Cuando hace tres años le diagnosticaron autismo a Max, sentí una sensación indescriptible de alivio. Cuando un amigo me preguntó más tarde ese mismo día cómo me sentía, solo pude describirlo así: “Me siento vacía y plena al mismo tiempo”.

Tras años de haber sido tachada de histérica y sobreprotectora, le di la bienvenida al diagnóstico como una validación que necesitaba desde hacía tiempo. Ser vista y escuchada siempre te humaniza y, como mujer en este mundo, he enfrentado mi propia invisibilidad más veces de lo que me gustaría recordar. En mi mente, el diagnóstico era un progreso.

Es un tipo extraño de respuesta que solo promete más preguntas. Pero el amor que siento por mi hijo jamás ha estado en duda. Ese día me sentí más llena que nunca de gratitud por tener a este niño, aunque sentí un vacío emocional en su nombre. Esa es una paradoja que continúa. Me vacío por él y el amor me llena de nuevo con olas abrumadoras.

Aunque ha disminuido el frenesí que Max sentía por empacar bolsas (y entendemos su neurología mejor que antes), el estado de mi hogar, especialmente durante sus años álgidos de amor por las bolsas, ha reflejado el estado de mi vida emocional. El caos fue difícil de aceptar e incluso más difícil de explicar. Las cosas nunca estaban donde debían, lo cual complicaba incluso las actividades más sencillas. Y, sin importar el tiempo de anticipación con el que intentara que estuviéramos listos para partir cuando debíamos llegar a alguna parte, parecía que nuestro destino era siempre llegar tarde.

El momento de salir siempre ha provocado el mismo ruego desesperado de Max —“¡Esperen un minuto!”— a pesar de las estrategias más ingeniosas (y hemos probado con muchas). Pasé años sintiéndome frustrada y avergonzada, aunque sabía que el desorden doméstico no era totalmente mi culpa.

Y sabía que no era culpa de Max, incluso con su agresiva actitud respecto de empacar bolsas. Tomaba algún utensilio por aquí y otra cosita por allá, hasta haber reunido una colección impresionante de artículos (que después estarían extraviados durante todo el tiempo que nos llevara encontrarlos). Verlo empacar era como ver a un artista en un momento mágico de inspiración, atrapado en su concentración, incansable en su determinación.

Vivíamos entre bolsos llenas de todo tipo de cosas —desde documentos y comestibles, joyas y envases de jugo, hasta portavasos y monedas— guardadas por toda la casa como pequeños paquetes de tesoros escondidos. Las bolsas de Max se tragaban los elementos de nuestra vida diaria, los sacudían y después los regurgitaban de vuelta al desastre inevitable que nunca podía terminar de ordenar.

Después de que sufrió una convulsión prolongada a los cinco años —no respondió durante casi una hora y terminó en la unidad de terapia intensiva— el neurólogo, con los resultados de la resonancia magnética en la mano, nos explicó las “anormalidades migratorias” de Max. Como paráfrasis de la explicación del médico, cuando mi hijo estaba en el vientre y su cerebro comenzó a formarse, algunos elementos neuronales no llegaron a su destino final.

Según entiendo, cuando se desarrolla un cerebro, las neuronas tienen como propósito viajar desde donde comienzan hasta donde deben quedarse. Esta gran migración es químicamente compleja, y a veces las neuronas no siguen ese camino. Cuando las neuronas no migran al lugar del cerebro donde deben estar, el resultado son las “anormalidades migratorias”.

Eso es lo que ha estado pasando por toda mi casa: anormalidades migratorias. Aún encuentro cosas a diario que no terminan donde deberían. En parte, eso es mundano y ordinario. Después de todo, nadie vive en un espacio que esté limpio todo el tiempo.

Sin embargo, hay una especie de capricho y salvajismo en el desorden de nuestra casa, una imprevisibilidad que refleja las diferencias neurológicas provocadas por las anormalidades migratorias de Max. ¿Una espátula en el baño? Desconcertante. ¿Cuatro mochilas, dos cajas de zapatos y un viejo bolso amontonados en mi estudio, llenos de juguetes, cachivaches y documentos importantes? Abrumador.

El otoño pasado, cuando mi mejor amiga me visitó, me vio de manera cariñosa y me dijo: “¿Por qué hay centavos por todas partes?”.

No sé por qué, amiga, pero sé quién es el responsable.

Centavos por doquier: en las repisas, entre los cojines, dentro de contenedores, debajo de los muebles. Es extraño, pero encantador.

Uno de los grandes regalos que nos ha dado Max es ese entendimiento: nuestra casa refleja su mente. Aunque jamás podré ver el mundo a través de su mirada, siento que las “anormalidades migratorias” de nuestra casa me permiten echar un vistazo al cerebro de mi hijo. Y con ese vistazo llega el entendimiento.

Cuando Max tenía unos cuantos días de nacido, tuvo ictericia. El médico me dijo que lo amamantara cada dos horas mientras bebía tanta agua como fuera posible. Ya desorientada tras haber dado a luz, me sentía animada y exhausta, encantada y agotada, es decir, vacía y plena al mismo tiempo.

Entonces mi propósito era vaciarme más para llenar a ese nuevo ser humano. Desde afuera, imaginé que mi misión parecía bastante acolchonada. Pasaba el tiempo vestida con mi pijama más suave mientras lo amamantaba, me hidrataba y veía televisión. Cambiaba de seno, cambiaba de bebida, cambiaba de programa, ahogaba los sollozos y repetía.

Sin duda, parecía que estaba disfrutando del descanso y la relajación con mi precioso recién nacido, cuando, en realidad, el maratón de lactancia materna fue una de las cosas más físicamente demandantes que he hecho.

En la cita de seguimiento, cuando me enteré de que mi bebé había subido de peso lo necesario, rompí en un llanto silencioso.

“Ay, cariño”, dijo la enfermera. “¡Esas hormonas!”.

Sí, esas hormonas. Que Dios nos ampare… esas hormonas. Pero algo importante también había ocurrido. Max y yo habíamos sobrevivido una dura prueba juntos. Y eso parecía valer algunas lágrimas de alegría y cansancio, con o sin hormonas. Ese fue el comienzo de una serie de batallas por las que atravesaría mi cuerpo (y mi alma) en nombre de ese niño, batallas que serían invisibles desde afuera, pero traumáticas y transformadoras en el interior.

Max y yo lo logramos juntos. Seguimos lográndolo. Cada vez que salimos de un restaurante, terminamos de ver una película o salimos de Target sin un berrinche es un triunfo mutuo.

Una situación de vida o muerte quizá a veces luce como un descanso o el éxito heroico luce como inestabilidad hormonal. Y tal vez la mente magnífica de mi hijo se parece a una casa desordenada. Las hazañas se han vuelto comunes en mi familia y, a pesar de los malentendidos que puedan provocar, sabemos que son monumentales, aunque los demás no las vean ni las valoren.

Desde hace meses, conforme la pandemia ha arrasado con el mundo, hemos estado encerrados en casa, con las rutinas de Max (de las que tanto depende) hechas añicos. Una vez nos rogó que pasáramos en auto por su escuela “para asegurarnos de que le está yendo bien ahora que está solita”. Empaca bolsas que, como nosotros, nunca parecen ir a ninguna parte. No obstante, también estamos todos juntos y a él eso le parece reconfortante.

Inmensas e intensas, la gama de emociones que sentimos todos los días es muy vasta. Desde la ansiedad paralizante hasta la alegría desbordada. Desde la furia que impulsa mi activismo hasta el dolor que me deja callada. Desde el pánico hasta la presencia, del terror a la confianza, esta experiencia de amor no se parece a nada que pude haber imaginado.

Vacía y plena al mismo tiempo, de las maneras más significativas.

Paige Martin Reynolds, que vive en Little Rock, Arkansas, es profesora de inglés en la Universidad de Arkansas Central.

Fuente: nytimes.com