Por Eduardo Lantigua Pelegrín

El azar, el miedo, la muerte y la flor de bambú

El hombre al fin sabe que está solo en la inmensidad
indiferente del Universo en donde ha emergido por azar.
Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna
parte. A él le toca escoger entre el Reino y las Tinieblas.
 
Jacques Monod.

El azar, en su naturaleza cotidiana, se la ingenia siempre para violentar la certeza y sabiduría popular sin importarle que esa mañana luminosa de mayo, el profesor de matemáticas, la camisa azul arremangada por encima del antebrazo, se encontrara, «vuelto loco y sin idea»,  batallando en el pizarrón contra un enorme compás de madera, tratando de lograr un triángulo. «Pasaremos a dibujar un triángulo equilátero, es decir, de tres lados iguales», había dicho, y tenía casi media hora trazando arcos que se cruzaban determinando puntos que luego unía sin éxito.

A Ernesto le pareció que el profesor se encontraba entre Boca Chica y la Caleta, perdido por completo. «Ni él sabe lo que está haciendo. Se lo está llevando el “desplatanazo”», le dijo, acercando la voz detrás de la oreja, a su compañero, que explotó en una ruidosa carcajada.

Ernesto se acomodó en el asiento y puso la espalda recta, asustado; creyó que el profesor le había oído porque de inmediato puso el compás sobre el escritorio, se arremangó aún más la camisa y empezó unos paseítos a lo largo de la tarima mientras miraba en la dirección de Ernesto y su amigo. Entonces pensó que tuvo suerte, porque de súbito, sin pedir permiso como era su costumbre, entró de forma apresurada el director de la escuela y le secreteó al oído al profesor, quien echó el pecho hacia atrás notablemente sorprendido, y luego salió apresurado con la misma energía conque había entrado al salón. El profesor, que había tomado sin darse cuenta el compás, no sabía ahora qué hacer con él, pero no parpadeó un segundo, bajó de la tarima y con pasos rápidos caminó entre los estudiantes.  «Recojan de inmediato sus cuadernos y libros«, dijo. «Las clases están suspendidas», agregó.

Ernesto  organizaba sus libros y cuadernos para marcharse cuando escuchó un golpe seco seguido por la fragmentación de cristales que rodaron por el piso. Vio la fotografía a blanco y negro que se había desprendido de la pared. Vio el enorme bicornio emplumado sobre los ojitos de rata viva y la pechera saturada de medallas. Vio entonces al profesor que se apresuraba a levantarla y le pareció que su rostro reflejaba un miedo inexplicable.

Desde la cocina, la madre les gritaba que no corretearan «a los caballitos del Diablo» hasta el riachuelo. «Si se acercan a la orilla del rio, los caballitos del Diablo les cocerán los párpados  y ya jamás podrán verlos”, les decía. De modo que Ernesto y su hermanita los correteaban cuando se desplazaban con asombrosa agilidad desde el patio trasero de la casa hacia el frente, sin aproximarse al agua. «Corre, corre», le gritaba la niña, alborotada, las rodillitas sucias por las caídas.

En ese oficio estaban cuando Ernesto oyó el trotar cadencioso de los caballos. Como siempre, dejó de correr y se quedó mirando al hombre del caballo blanco que tanto le impresionaba. Llevaba sombrero blanco de panamá y botas oscuras de cuero fino, pantalones kaki de montura y camisa de casimir color gris con corbata negra. El hermoso corcel, de enorme y copiosa cola, marchaba con la cabeza inclinada y el cuerpo de lado, a paso fino, sus patas delanteras rítmicas casi sin tocar la tierra, flotando por la fresca alameda que venía de la Hacienda Fundación. Casi de inmediato Ernesto vio a su madre que venía corriendo desesperada hacia ellos extendiéndoles las manos.

Siempre que correteaban a los caballitos del Diablo y aparecía el hombre del caballo blanco y sus acompañantes, ocurría lo mismo: su madre venía corriendo, cargaba a su hermanita y a él lo agarraba de la mano y los metía a la casa y cerraba la puerta.  Entonces, Ernesto y su hermanita  se tiraban al piso a buscar en la pared de madera de la casa las rendijas por donde veían siempre al hombre del caballo blanco y su séquito que pasaban frente a la puerta. Su madre también tenía próximo a la puerta una rendija por la que se agachaba a mirar. El padre de Ernesto, cuando no estaba en el trabajo y los agarraba en eso se enfadaba muchísimo. «Por Dios, mujer, me vas a buscar una vaina», le decía muy serio.

Hoy fue diferente porque la gallina y todos sus pollitos amarillos se les atravesaron a las patas del caballo blanco. El hombre de sombrero de panamá, apretando sus labios bajo la línea fina del bigote, detuvo su corcel. Su séquito hizo lo mismo y juntos esperaron  a que la gallina le diera la gana de pasar con sus críos. Ernesto, como  ocurre siempre que su madre lo encierra en la casa, miró al hombre del caballo blanco y luego la fotografía que su padre tiene en una pared de la sala. Vio el enorme bicornio emplumado sobre los ojitos de rata viva y la pechera saturada de medallas. Vio a su madre y le parece que temblaba de miedo. «Sssssssshsh», hizo ella volteando el rostro en dirección a Ernesto.

Después de perder su trabajo de domador y entrenador de caballos de paso fino en la Hacienda Fundación y retornar con su familia al Barrio Invi, Ernesto José tuvo mucha suerte de iniciar un trabajo en el ingenio como guarda campestre. Luego de cumplir con sus obligaciones de labor, se pasaba los días encerrado en su casa leyendo y solo hablaba con su mujer. “Deberías ir a misa de domingo”, le decía ella algunas veces mientras preparaba el café, “a ver si traes La Gracia de Dios”.

Una mañana de septiembre, en que Ernesto José regresaba de misa de domingo, no se percató de que sigilosamente un «Volkswagen» negro le seguía bajo la lluvia fina que se iniciaba. Cuando volteó hacia la calle y, de súbito, vio al «cepillo», dio un leve salto hacia atrás, balanceándose en el vacío con los brazos. Quedó inerte en el pavimento.  El carro dio tres bandazos y aunque siguió su marcha en el instante, tuvo que detenerse a la salida del pueblo debido a la avería de un neumático. El conductor, que había orillado el vehículo bajo la caseta de reparación en la gasolinera, se desmontó y valiéndose de señas rápidas y precisas  indicó con autoridad que repararan la llanta. “Era mudo y el carro no tenía placa”, diría luego en el funeral, a un grupo de hombres y mujeres que le rodeaban, el muchacho que hizo la reparación.

Desde cualquier ángulo que se mire, la muerte es muy fea porque en realidad eso de que descanse en paz, de que se ha ido a un largo viaje, que ahora está en otro lugar, para Blanca Irene no es más que pura pendejada.

Ese jueves de mayo, a eso de las doce de la noche, colgó el pozuelo de un clavo en la cocina y se dirigió a la única habitación de dormir que compartía con su hijo Ernesto. Le cubrió los pies y contuvo un deseo tierno de acariciarle el pelo; de modo que no lo hizo y se echó, agotada, en la cama. Era la tercera noche consecutiva ―y ella sabía que sería la última― que bebía a las doce la pócima de la flor del bambú y estuvo unos segundos balanceándose sobre la cuerda delgada que separa la vigilia del sueño. Miró a un hombre de unos cincuenta años que le sonreía. Llevaba sombrero blanco de panamá, pantalones de kaki de montura y botas negras también de montura. Acariciaba el cuello del majestuoso caballo blanco traído recientemente de Argelia. Detrás, un imponente toro de piel oscura que ella, confundida, no precisaba si la estaba mirando directo a los ojos. Miró y confundió con escarabajos negros un número de «cepillos» del Servicio de Inteligencia Militar y a un grupo de hombres y mujeres desnudos que, despavoridos, avanzaban a través de un corredor de hombres que los golpeaban con sólidos garrotes. Miró un hidroavión ejecutivo con la bandera dominicana pintada en la cola que se hundía próximo a la isla Catalina y un carro «Chevrolet  Bel Air» azul con ribetes niquelados alrededor de los faroles y a los lados, que llevaba una gaviota con las alas levantadas sobre el frente del capó y pudo contar con asombrosa claridad las sesenta y ocho perforaciones por impactos de proyectiles. Miró un «Oldsmobile» que salía de la Avenida Bolívar con un cadáver en el baúl y, como escarabajos que salían desde un lote de la calle Leopoldo Navarro, incontables «cepillos» que se dirigían con rapidez hacia distintas direcciones de la ciudad y el país. Miró una multitud (rostros de pómulos salientes y mejillas hundidas) que sollozaba y a miles de hombres y mujeres vestidos de negro, descontrolados y alborotados, que proferían alaridos al tocar el ataúd antes de que partiera el cortejo fúnebre hacia el sur del país, luego de la misa de cuerpo presente de aquellas reliquias amadas, oficiada por el obispo junto a sus hijos espirituales, donde se le perdonaron todos los pecados al honorable difunto. Miró cómo metían el ataúd en un hueco debajo del altar mayor de la iglesia y le arropó  un miedo agonizante por la convicción de que el difunto, con sus ojillos diminutos de rata abiertos, aún estaba vivo. Y miró tres ataúdes con flores blancas y crisantemos sobre sus tapas montados cada uno en par de sillas en medio de la sala y la imagen de miseria del derrumbe de un lujoso panteón en la vieja Europa. Blanca Irene dio entonces un salto en la cama y gritó:

―¡Mamá!

Había visto a un hombre negro con los ojos desorbitados casi fuera de sus cuencas, las manos atadas con correas de cuero a una silla eléctrica,  y no pudo evitarlo:

―¡Mamá! ―gritó de nuevo espantada, sin poder precisar de qué lado estaba de la línea que divide el sueño de la vigilia.

¿Qué miedo se oculta detrás del miedo? Ese treinta y uno de mayo, cuando Ernesto llegó a su barrio, se percató de que los hombres también regresaban a sus hogares y las mujeres esperaban paradas en las puertas; algunas sollozaban con las manos en la cabeza.  Entró a la sala y ansioso buscó en la pared. La foto a blanco y negro no estaba; solo fragmentos de cristales regados por el piso. Se dirigió rápido al aposento y, de pronto, vio aparecer a su madre que vino hacia él y le abrazó.

―¡Al fin! ―dijo Blanca Irene.

Ernesto, aun sin comprender, dejó caer sus libros y cuadernos y apretó la espalda de su madre que sintió tibia. Tardaría diez años más para descifrar con certeza la carga de angustia y desgarramiento que contenía el calor de aquella expresión.

*Enviado por el bibliógrafo dominicano Miguel Collado, quien ha recibido autorización de la esposa del autor para su difusión.