Con una fauna y una flora que sólo se pueden encontrar aquí, la isla seduce también por la actitud relajada de sus gentes, apegadas a la tradición y poco permeables a las seducciones del turismo hasta ahora. Es la cara amable de África.

Madagascar tiene dos caras. Pero en su caso es algo positivo, ya que es la dualidad la que multiplica su atractivo. Por un lado, forma parte de África; pero por el otro, su condición de isla le aporta un carácter más tranquilo y ordenado que otros destinos del continente. De clima subtropical en sus costas, las alturas del interior –que fácilmente alcanzan los 1.200 o 1.400 metros– hacen que allí reine el clima continental, de modo que el equipaje ideal mezcla los pantalones cortos con el forro polar, algo que parece absurdo antes de partir.

A la variedad de paisajes se une la de sus gentes. Aunque se encuentra muy cerca de la costa de Mozambique, esta isla fue habitada por primera vez hace unos 1.200 años por colonos asiáticos, a los que ayudaron los vientos y unas artes de navegante superiores. De esta manera, las poblaciones del este del país se podrían exportar sin problemas a cualquier lugar de Indonesia, mientras que las del oeste tienen el inconfundible toque polvoriento del continente negro.

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En la mayor isla de África no se ven leones, jirafas ni hipopótamos, como en la famosa película de animación que, en este sentido, no difería mucho del relato de Marco Polo, quien en el caso de Madagascar tocaba de oído cuando afirmaba que en ella hay más elefantes que en cualquier otro país del mundo y que sus habitantes devoraban grandes cantidades de carne de camello. Huelga decir que aquí brillan por su ausencia.

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En la mayor isla de África, el espíritu del continente se respira en su lado occidental, pero el oriental conserva la influencia de los primeros colonos asiáticos. En realidad, los malgaches adoran el foie fresco de ganso o de pato, una tradición que les legó la etapa colonial francesa. Y en cuanto a fauna, lo que hay en la isla Estado es una inmensa cantidad de lémures. Son cinco las especies que se considera que llegaron en una balsa con pobladores durante la prehistoria y que han conseguido sobrevivir gracias al aislamiento, si bien en realidad habría que llamarlos primates estrepsirrinos, un suborden de nariz húmeda.

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Los lémures sólo serían una de las familias de estos primates, pero el nombre hizo fortuna y hoy los describe a todos de forma coloquial. Lémur es un vocablo de origen latino que equivale a fantasma, acuñado por los franceses, que se estremecían al intuir figuras erguidas sobre dos patas en las inevitables nieblas matinales del interior. Se comprueba en Andasibé, población situada al este de Antananarivo, la capital.

Al sol le cuesta imponerse, pero cuando supere las brumas, pegará con fuerza. Por suerte, la frondosa vegetación del parque nacional Andasibé-Mantadia ofrece una sombra generosa. Al principio de la visita parece que no pasa nada, pero los guías son expertos y van reproduciendo los gritos con los que se llaman entre sí estos animales. De repente, uno se ve corriendo en medio de la maleza y… ¡allí están! Por aquí aparece una familia de sifacas diademados (Propithecus diadema), con un pelaje que los asemeja a un oso de juguete. Por allí, un par de indris (Indri indri), de riguroso blanco y negro y mirada alucinada. Su nombre significa “¡mira, mira!” en malgache, ya que esto es lo que exclamaban los exploradores locales cuando querían llamar la atención de los franceses sobre los animales.

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Los lémures son tan entretenidos que hacen pasar inadvertidos otros habitantes de la jungla malgache: los camaleones. El 70% de las especies conocidas se encuentra en Madagascar, paseando con paso discreto o deteniéndose sobre una rama a la espera de que las presas les pasen por delante. En contra de la creencia popular, el camaleón no cambia de color para camuflarse, sino por motivos de temperatura, miedo o sexuales. Distinto es el caso de los uroplatus, reptiles cuya piel reproduce con exactitud el aspecto de la corteza de un árbol. Son virtualmente invisibles, pero, por suerte, en la reserva de Peyrieras y desandando el camino hacia Antananarivo, se puede ver algunos ejemplares en régimen de semilibertad.

Los arrozales asedian la capital de Madagascar, se infiltran entre las calles del centro histórico, provocando reflejos al atardecer en una urbe con poco alumbrado nocturno y mucho menos público. El malgache es poco amante de las modernidades, porque, a pesar de ser un país mayoritariamente cristiano, el animismo está fuertemente enraizado. Madagascar es para sus habitantes “la tierra de los ancestros”, lo que en la práctica quiere decir que es imposible cambiar el modo de hacer las cosas si no se quiere romper el fady o tabú.

Por ejemplo, en la isla no se construían casas con piedra hasta el siglo XVII, cuando la dinastía Merina unificó el reino y levantó el Rova o fortaleza como símbolo de su poder en lo alto de un monte de Antananarivo. Tras quebrantar el fady, otros lugares siguieron el ejemplo, a pesar de que viajando de este a oeste se hace evidente que las casas de ladrillo van dejando paso a las chozas de adobe poco a poco, en especial tras superar la ciudad colonial de Antsirabé. También el paisaje cambia, dejando atrás los bosques pluviales para dar paso a un terreno arcilloso, de un rojo intenso. En las proximidades del río Tsiribinha, el más largo y caudaloso, hay momentos en que el panorama recuerda las Highlands de Gran Bretaña, pero sólo es una ilusión: Tsiribinha significa “donde no se puede nadar”… por la presencia de cocodrilos.

La imagen de Madagascar es el curioso árbol de gran tronco y escasa copa, el baobab, que vive centenares de años y en la isla se considera sagrado. El mismo río se convierte en protagonista, junto al río Manambolo, más allá de la población costera de Morondava, que destaca por algunos resorts perfumados de mar. Para llegar a los tsingys de Bemaraha, unas espectaculares formaciones kársticas, que crean innumerables túneles y laberintos más al norte, hay que atravesar ambas corrientes a bordo de unas barcazas sobrecargadas y de motor precario. La lentitud de la maniobra de embarque permite disfrutar del ajetreo que anima las orillas del río, del trasiego de fardos monumentales, de alimentos, de cacharros, de vida. Es la pura esencia de África.

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Y aún lo es más la pista torturada que agita el estómago del viajero más allá del muelle de Belo Sur Tsiribihina, donde sin duda habrá tomado un sabroso almuerzo con camarones. Roderas profundas y pozas de barro convierten el superar la media de 30 km/h en misión imposible. La ruta hasta Bekopaka es intensa, pero merece la pena en cuanto se trepa por los increíbles tsingys, que tan pronto se salvan con un puente tibetano como se convierten en catedral subterránea o pasadizo por el que hay que arrastrarse. Una vía ferrata facilita el acceso a estas rocas que se asemejan a la piel de un dinosaurio y que, en efecto, quizá convivieron con ellos. Por todo esto, han sido declaradas patrimonio de la humanidad.

Pero por mucha que sea la fascinación de los tsingys, cuando uno viaja a Madagascar tiene en la cabeza una imagen, la de un árbol que parece más imaginario que real. Se trata del baobab, sagrado porque en él habita el espíritu del bosque. También es la casa de la palabra, es decir, a su sombra se reúne el malgache a debatir sus diferencias. La sombra la da su corpulento tronco, no la copa, ya que las hojas son pocas y sólo resisten un par de meses. Sus flores son aún menos longevas y apenas duran cinco minutos. Si a tan escaso entusiasmo floral unimos la extinción de los pájaros que ayudaban a fertilizar el baobab, queda claro que estos gigantes han iniciado un camino sin retorno. Sin embargo, nos sobrevivirán a todos, ya que viven de 800 a 1.000 años, y algunos ejemplares se calcula que superan los 4.000.

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Se encuentran esperando el atardecer de regreso a Morondava, en toda la región de Menabe. Justo antes del bosque de Kirindy se alza el más sagrado de todos estos árboles, rodeado por un mercado bullicioso siempre que no sea martes, el día de los muertos, que es fady. Luego llega el Baobab Amoroso, un ejemplar que retuerce su tronco como en un abrazo, aunque su forma se debe a una enfermedad (hay amores que matan). Y por fin aparece la Avenida de los Baobabs, donde un conjunto de estas Adansonia grandidierialza sus ramas a más de 30 metros del suelo. La corteza de los mayores baobabs que existen se va dorando cuando cae la tarde.