El presidente de EEUU, Donald Trump, en una visita al FBI. A la derecha, el fiscal general, Jeff Sessions. JONATHAN ERNST (REUTERS)

Washington, DC 16 DIC 2017.- Donald Trump se ha mirado al espejo de Ronald Reagan. Bajo la bandera del liberalismo, el presidente ha logrado que los republicanos, tras meses de reveses y luchas internas, alcancen un acuerdo definitivo sobre la prometida reforma fiscal. El resultado es un gigantesco paquete de recortes que supondrá la mayor rebaja del impuesto de sociedades de la historia reciente de EE UU (del 35% al 21%) y un descenso en la recaudación impositiva de 1,5 billones de dólares en 10 años. Unas cifras mareantes que Wall Street recibió con alzas de récord y los demócratas con la advertencia de que sólo acarrearán más déficit y pobreza.

La reforma fiscal llega tras un parto largo y doloroso. Los lineamientos generales fueron presentados por Trump en abril pasado y desde entonces han pasado todo tipo de filtros hasta alcanzar su forma definitiva. A lo largo de este agotador proceso, la Casa Blanca se ha visto perseguida por el espectro de la fracasada reforma sanitaria. Una iniciativa que en principio tuvo de su parte a todos los conservadores pero cuya letra pequeña espantó lo suficiente a un puñado de senadores como para que en el último momento impidieran que prosperase.

Esta catástrofe republicana, que permitió la supervivencia del sistema sanitario creado por Barack Obama (el Obamacare), dejó en evidencia a Trump, quien en su estreno parlamentario había demostrado su incapacidad para controlar la mayoría republicana.

Tras esta humillación, Trump replanteó su estrategia. Abandonó su petulancia original, se alió con los líderes del Congreso y decidió avanzar a pasos más cortos y sin excesiva retórica. Desde entonces se ha desarrollado una negociación de geometría variable, con dos textos corriendo paralelamente en el Senado y la Cámara de Representantes, y que al final ha terminado en una mesa de conciliación donde se han pulido los últimos detalles para asegurar que la votación de la semana entrante sea un éxito. Algo sobre lo que este sábado no había dudas en Washington.

Este acuerdo es el mejor regalo de navidad para Trump. Pura pólvora para su cuenta de Twitter y una victoria que le permitirá sacarse la espina del Obamacare. “Esta legislación hará crecer nuestra economía, aumentará los salarios y promoverá la competitividad”, señaló la Casa Blanca en un comunicado.

El texto, de 1.000 páginas y cuyos efectos serán objeto de debate durante décadas, configura el más importante cambio fiscal de Estados Unidos de los últimos 30 años. Su núcleo lo forma la ciclópea rebaja del impuesto de sociedades. Por sí misma supone un recorte de un billón de dólares en 10 años. Esta sangría viene combinada con una clara mejora para los más ricos (pasan de un tope del 39’6% al 37%) y para las multinacionales, a las que se les permite deducir hasta el 80% de sus pérdidas operativas netas en el extranjero. También se duplica la exención del impuesto de sucesiones (de 5’5 millones a 11 millones de dólares de herencia por persona).

Para la clase media y trabajadora, los republicanos aseguran que el proyecto supone un avance sustancial y que les permite deducciones hasta de 10.000 dólares en impuestos estatales y locales, duplicación del mínimo exento así como incrementos en las ayudas por hijo, gastos médicos y estudios.

El paquete se completa con un zarpazo al Obamacare. Los conservadores han aprovechado la ley para retirar la obligación de tener seguro médico. Esta medida, muy esperada por el liberalismo radical, acarreará una reducción masiva de la cobertura sanitaria.

La ambición de la reforma es enorme, pero también sus riesgos. Su principal incógnita radica en saber quién pagará la factura. La respuesta republicana es un canto a la esperanza. Siguiendo el fuego sagrado del neoliberalismo americano, confía en que el recorte de 1,5 billones de dólares dejará en manos de las empresas y consumidores ingentes recursos que dinamizarán el mercado, alentarán el crecimiento y, a la postre, permitirán recaudar y compensar la merma inicial. Es la curva de Laffer enunciada en 1971 y que para muchos especialistas jamás ha demostrado su validez. Ni siquiera en la era Reagan, faro de esta reforma.

“Los altos cargos de la Administración de Ronald Reagan sabían que el tijeretazo fiscal no se iba a pagar por sí mismo y tuvieron que recortar gastos para contener el déficit. Es más, pronto se advirtió que se trataba de un recorte excesivo y el Congreso procedió a sucesivas subidas de impuestos”, explica el director del Hutchins Center para Política Monetaria y Fiscal, David Wessel.

Otro aspecto crítico en la iniciativa de Trump es su oportunidad. Cuando Reagan lanzó su embestida, con rebajas de 20 puntos en el tipo para los más ricos, Estados Unidos atravesaba una hora negra. El país había cerrado 1980 con un PIB en negativo, una inflación del 13,5% y un paro desbocado. Ahora, la situación es bien distinta. La Bolsa vive días de oro, la inflación es baja, el desempleo ha tocado su mínimo desde 2000 (4,1%) y la tasa anualizada de crecimiento ha rondado el 3% en los dos últimos trimestres. “Sobre-estimular una economía que no requiere estímulo aumenta el riesgo de una crisis”, ha escrito el especialista Robert Samuelson.

Ninguna de las advertencias ha sido escuchada por la Casa Blanca. El temor, expresado por los demócratas y numerosos expertos, es que la rebaja impositiva derive en un recorte del gasto social. Que los platos rotos los paguen los más pobres. «Trump está dando un regalo gigantesco a sus donantes y golpeando al resto», ha denunciado en un editorial The New York Times. Las respuestas del equipo económico han sido vagas. El optimismo, pero también la necesidad política de contentar a su electorado y sacarse la espina del fracaso del Obamacare, han podido más. Trump quiere un triunfo. Y la reforma fiscal se lo brinda.