Contemplamos al Hijo de Dios llorando por Jerusalén. También tuvo hambre, cansancio, tomó el látigo para sacar a los mercaderes del templo, sufrió lo indecible hasta morir en el calvario.

La terrible destrucción apocalíptica de Jerusalén no fué el final del proyecto salvador de Dios.

Nuestros esfuerzos deben redundar en la paz que proviene del trabajo esforzado. Hemos de buscar que nuestros sentidos tiendan y respondan a la búsqueda de todo lo que sea bueno y verdadero.

Construir y no destruir. Conciliar y no aplastar ni humillar a los demás.

Es tanta la gente a la que hay que convocar a la Iglesia para que se dispongan al Sacrificio de Alabanza, a vivir conforme a la justicia de Dios y a consagrar su vida a la liberación de los oprimidos.