Por Cesar David Santana

I. Introducción

Para todos los que hemos dado un mínimo seguimiento al “debate electoral”, últimamente, resulta del todo llamativo la importancia que, a propósito del mismo, ha alcanzado el tema de la Constitución, como ley suprema, así como las normas “adjetivas” que pautan la materia en República Dominicana.

La cuestión se hizo particularmente “álgida”, a propósito de la puja entre partidarios y contrarios a una eventual 2da. Reelección del Presidente Danilo Medina, con la consiguiente propuesta de modificación constitucional que la misma – afortunadamente descartada- habría requerido.

Luego de disipada un tanto la crispación que llegó a su clímax a propósito del famoso discurso de desistimiento que pronunciara el mandatario, a fines de julio pasado, el tema ha vuelto por sus ”fueros, luego del “accidentado” proceso de elecciones primarias, al interior del partido de gobierno, del cual resultó –como es ya sabido- la última división de un partido en el poder y la reconfiguración del mapa político dominicano, con la salida de esa agrupación de quien -hasta entonces- fuera su Presidente, para formar una nueva parcela política, la Fuerza del Pueblo, la cual desde sus inicios plantó cara al régimen, tomando distancia del mismo y anunciando su intención de formar causa común con otros entornos políticos “alternativos”, en pro de integrar probables frentes electorales de oposición, a propósito de las diferentes rondas eleccionarias, con la finalidad expresada por su aglutinador, de sacar del Palacio Nacional a los “engreídos”, aposentados allí.

Dado que, desde su inicio, dicha partida se dio bajo el designio expreso de permitirle al otrora tres veces Presidente de la República, optar por una cuarta postulación al cargo, las nuevas leyes que rigen la materia electoral, con sus previsiones en relación del denominado “transfuguismo”, pasaron a ocupar la centralidad mediática que, hasta meses antes, había correspondido al de la (eventual) reforma constitucional.

Ciertamente, merced a la acción “combinada” tanto de la Ley 15-19, orgánica del Régimen Electoral, como la 33-18, de partidos, agrupaciones y movimientos políticos, las disposiciones adoptadas, precisamente, para bloquear la posibilidad –ocurrida en el pasado- de que aspirantes desairados y /o derrotados en los procesos convencionales y similares de sus parcelas políticas de origen, pudieren “saltar la barda” y ser acogidos en sus aspiraciones por otras agrupaciones, se han convertido en el plato fuerte del día, en los medios de comunicación, impresos, digitales, radiales y televisivos de la nación dominicana, hoy día.

Dado que, llegado el momento, el debate mediático se ha convertido en litis judicial, en las Altas Cortes, entre los sustentantes de la candidatura del expresidente del PLD y quienes la objetan, en función de las providencias referidas en el párrafo anterior, con ganancia de causa para el primero ante el Tribunal Superior Electoral, se justifica el que todos nos aboquemos a participar en el debate sobre la relación de la Constitución con las demás ordenanzas subordinadas para la observancia efectiva del pacto social.

II. La disyuntiva entre constitucionalismo y “organicismo”

Procurando obviar la parte “episódica” de la problemática, cabría dirigir la reflexión hacia lo que nos parece la parte nodal de la temática, la cual tiene que ver con el grado de correspondencia necesaria entre la Ley Sustantiva y las que están para regular la efectiva puesta en práctica de los fueros –deberes y derechos- que consagra la Carta Magna. Dicho de modo más claro: hasta qué punto podemos enarbolar la Constitución, renegando –al mismo tiempo- de la normativa orgánica en cuestión, sin poner en riesgo, globalmente, el orden constitucional que pretendemos proteger?

Justamente, la idea con esta interrogante es impedir que el debate se circunscriba a los “letrados”, constitucionalistas o no, y pueda empoderarse del mismo, no solo la reflexión sociológica, sino el sentido común de la ciudadanía. Para ilustrar el punto –siguiendo a otros- ponemos como ejemplo las normativas que rigen (o deben regir) el tránsito, por calles y caminos, no sólo de los vehículos –y sus conductores- sino, también de los peatones.

Es indudable que la libertad de tránsito es tributaria de la libertad de movimiento en el marco de un territorio y, en tal sentido, su raigambre constitucional última es indiscutible. En ese sentido, más de una vez, hemos visto en la televisión de otros países, a ciudadanos a los que las autoridades les prohíben surcar a pie por ciertos trechos de carretera, impugnar la legalidad de la medida en tanto que vulnera sus derechos constitucionales. Ha sido el caso de varios individuos, en Estados Unidos de América, que hasta han adquirido relevancia en los medios por insistir en dicha práctica. En la mayoría de tales situaciones, no obstante, los jueces han validado la acción reforzadora de la ley, por parte de las autoridades a cargo de la regulación del tránsito; dígase, la Autoridad de Carreteras, o la Autoridad del Transporte. El correlato institucional de lo que en nuestro país sería la AMET o –ahora- la DIGESETT.

Sencillamente, el predicamento constitucional que establece la libertad de tránsito tiene que encuadrarse, hoy día, en una serie de normas “adjetivas” que, al tomar en cuenta otros factores socialmente relevantes, como la cultura, las costumbres, el derecho de los demás a circular de manera expedita en los medios mecánicos que el estado del arte pone a nuestra disposición, los vehículos; todos expresados en normas que forman parte del “Contrato”, determinan lo que es racional y colectivamente conveniente.

De modo semejante, en el caso que nos ocupa –la materia electoral- las leyes “adjetivas” fueron el resultado de un consenso trabajosamente pactado entre los diferentes actores políticos; algunos de ellos, alojados en el Poder Legislativo, los cuales no sólo tuvieron oportunidad de opinar en diferencia, en su momento, sino que, además, sancionaron positivamente el propósito –la prevención del transfuguismo- y, de hecho, estamparon su firma en la versión final de ambas normativas que, ahora, ante eventos posiblemente inimaginables para ellos, pretenden “denunciar” como anti-constitucionales.

Es este un tema que trasciende lo estrictamente legal, e incluso, lo inmediatamente político, para extenderse más allá, a la cuestión central de si se puede ser coherentemente “constitucionalistas”, siendo –al mismo tiempo- penosamente, “discrecionales” en la defensa del resto del orden legal construido con nuestra participación y anuencia y con el cual, consecuentemente, deberíamos sentirnos –igualmente- obligados.

III. La cuestión del método de sufragio, conteo y transmisión de los votos
Un último aspecto que consideramos tocar, aún sea de pasada, como parte de este intento de reflexión que pretende insertar la Ciencia Política en el corazón de las temáticas más “sufridas” por el colectivo social en el momento, lo es de las disposiciones que contienen esas normativas, en relación a la obligación del órgano electoral de actuar de común acuerdo con los actores políticos en lo referente a los aspectos señalados en el epígrafe inmediatamente anterior; dígase, el método para votar, contar y transmitir la información resultante del ejercicio del sufragio. Acá también podría haber “tela que cortar” en lo referente al poder arbitral de quien ejerce la función de ordenar y dirigir las elecciones. Obviamente, hablamos de la Junta Central Electoral, de República Dominicana y su (enorme) responsabilidad, de cara a los torneos electivos venideros.

Luego de los escarceos resultantes de las primarias del 6 de octubre pasado, en lo referente al Partido de Gobierno y en medio de un asedio mediático que no parecía tener fin, la Junta Central Electoral, por boca de su vocero autorizado y Presidente, dio a conocer un documento en que señalaba algunos puntos que resultaron errores en el manejo de dicha “consulta”. Uno de ellos fue permitir que en algunos colegios se continuara el sufragio más allá de la hora de cierre pautada. Igualmente, señalaron otros yerros que podrían convertirse en necesarios puntos de mejora, a futuro.

Al margen de ello, creemos que también es propicia la oportunidad para reflexionar sobre el tema de la función de un órgano que se supone de carácter “arbitral” y el tipo de consenso a que estaría abocado, en función de lo previsto en las normas orgánicas aludidas, en la medida que atañe al problema de la democracia que queremos y la definición de lo que sería el interés mayoritario, en tales casos.

En tal sentido, lo primero a preguntarnos sería. A quién debe servir –ante todo- la Junta Central Electoral? Qué garantías tenemos, en una democracia, de que los partidos políticos efectivamente representan –siempre- el interés de la mayoría que financia, con sus impuestos, el funcionamiento de dicho estamento legal? Cuáles garantías tenemos de que no representan “intereses especiales”? y qué decir, al respecto, de temas como el clientelismo -o el corporativismo”- como expresiones que procuran resaltar acciones de favoritismo, de parte del grueso de los partidos con posibilidades reales de poder, sobre todo, a propósito de los procesos comiciales, los cuales –como sabemos- son, en buena medida solventados con fondos del erario?

Creemos que éstas –y otras preguntas- deben tener respuestas convincentes. Lo anterior tiene que ver, directamente, con el tema del tipo –y niveles- de consenso que debe perseguir el órgano rector, con poderes arbitrales cedidos por Ley, para organizar los procesos electorales. En ese orden, cabe preguntarnos si se debe requerir de un consenso absoluto, que deje conforme a todos, a la hora de tomar decisiones fundamentales, entonces cuál es el papel de la ley, como disposición “ordenativa”, de carácter general? De qué serviría tenerla si se obliga al órgano arbitral que la debe aplicar a reunir unos niveles de consenso de difícil consecución, ante situaciones potencialmente disruptivas, como a las que pudiésemos estar enfrentando, a futuro?

Las reflexiones anteriores, lejos de inquietar, pretenden hacer un llamado a la racionalidad, a la mirada al largo plazo, a los actores políticos fundamentales de la nación, y a la ciudadanía misma, de manera que, venciendo la propensión a instrumentalizar nuestro orden jurídico, en función de posibles ganancias de causa coyunturales, nos enfoquemos en rodear a los mecanismos decisorios de la convivencia democrática (La Constitución, las leyes, los poderes electorales, las agrupaciones políticas) de la solidez que verdaderamente garantiza la sobrevivencia de un sistema político –la democracia- que, al decir de un legendario estadista de la Segunda Guerra Mundial, “es el peor de los sistemas, a excepción de todos los demás”.