Ilustración fotográfica por Paul Sahre

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Nuevas investigaciones confirman que sí tenemos una respuesta bioquímica y molecular a los placebos, que por mucho tiempo han sido vistos como engaño o sugestión. El hallazgo podría cambiar drásticamente la corriente tradicional de la medicina occidental. O no.

La cadena para quien ostenta el cargo de la alcaldía de Leiden, ciudad universitaria neerlandesa, es un collar ceremonial que le da un aire magistral al que la porta. En este caso era el alcalde Henri Lenferink, aunque él mismo se esforzó por diluir la percepción de maestría cuando saludó a un grupo de investigadores reunidos en la ciudad. “Tan solo soy un humilde historiador”, les dijo a los trescientos integrantes de la Sociedad Interdisciplinaria para el Estudio del Placebo. “En realidad no sé nada sobre su área”, indicó. No lo decía en serio; sabía lo suficiente sobre el asunto que había reunido en Leiden a los psicólogos, neurocientíficos, médicos, antropólogos y filósofos —el efecto placebo, aquel fenómeno en el que la gente afligida se siente mejor con tratamientos que funcionan por una razón aún no discernible— como para llamarlo frente a ellos “medicina falsa” y recalcar que seguramente funciona porque “a la gente le gusta que la engañen”.

Lenferink no lo habría dicho tan despreocupadamente si hubiese escuchado hablar el día anterior a esas decenas de luminarias sobre la ciencia de los placebos; justamente, ellos se habían congregado en su ciudad porque, como tantos profesionistas renegados, buscan que se les deje de considerar promotores de “medicina falsa”. Los motiva la convicción de que el placebo es un tratamiento médico muy poderoso que ha sido ignorado por muchos doctores a costa de sus pacientes.

Después de un cuarto de siglo de trabajo, ya tienen suficiente evidencia para comprobar que es así. Sus estudios muestran que si le das a alguien una píldora compuesta de azúcar, ese paciente —sobre todo si tiene alguna condición crónica agravada por el estrés y si el tratamiento le es dado por alguien en quien confían— mejorará. Dile a alguien que su malteada normal es una bebida de dieta y sus sistema digestivo va a responder como si hubiera tomado algo bajo en grasas. Si llevas a un grupo de atletas a los Alpes para que hagan ejercicio en máquinas mientras usan un tanque de oxígeno, su desempeño mejorará respecto a cuando inhalan aire ambiente… incluso cuando la saturación de oxígeno en el tanque es la misma que la del aire ambiente. Cuando un paciente se despierta de una intervención y le dices que se hicieron reparaciones artroscópicas, la rodilla que le molestaba ya no lo hace tanto pese a que solamente haya sido puesto bajo anestesia y se le hayan hecho incisiones superficiales. Si un medicamento tiene un nombre elaborado, se reporta que funciona mejor.

Ni siquiera es necesario engañar al paciente: le puedes dar a alguien con síndrome de colón irritable una sustancia placebo, decirle que lo es y que se sabe que esas pastillas son efectivas cuando se usan como placebos, y esa paciente mejorará, sobre todo si quien le da la pastilla le da el mensaje con compasión y calidez. La depresión, los dolores de espalda, los malestares relacionados a quimioterapia, las migrañas, el estrés postraumático: la lista de condiciones que responden bien a los placebos —en ocasiones tan bien como a los fármacos— es cada vez más larga.

Pese a ello, y a los estudios que demuestran que es así, aún no se entiende por completo al efecto placebo; y si no comprenden cómo funciona, muchos doctores no saben cómo utilizarlo o no quieren hacerlo.

Los investigadores sí cuentan con explicaciones, solo que hasta ahora han tendido a ser psicológicas, con mecanismos como la expectativa —qué es lo que cree sobre el tratamiento quien se somete a él— y el condicionamiento al estilo pavloviano. Estas teorías respecto del efecto psicosomático, no son suficientemente científicas como para darle credibilidad a los ojos de muchos investigadores y médicos empapados en la tradición científica.

“¿Qué haría que nuestra investigación sea creíble para los doctores?”, se pregunta Ted Kaptchuk, director del programa para Estudios sobre Placebo y el Contacto Terapéutico de la Facultad de Medicina de Harvard, quien fue el orador principal de la conferencia en Leiden. “Las moléculas. Les encanta eso”.

Por el momento no hay moléculas que expliquen la expectativa o el condicionamiento —tampoco la teoría que promueve Kaptchuk de que el efecto placebo se debe a procesos conscientes e inconscientes a partir de la relación que hay entre paciente y doctor— y, sin esas moléculas, los investigadores sobre el placebo no han encontrado mucha cabida en la corriente tradicional de la medicina.

Puede que eso cambie pronto. Con ayuda de imágenes de resonancias magnéticas y otras técnicas, Kaptchuk y sus colegas han logrado dilucidar diversos procesos bioquímicos que lograrían explicar por qué los placebos funcionan y por qué son más efectivos para algunas personas y para tratar ciertos desórdenes. Parece que están por hallar las moléculas. Con eso podrían revelarse fallas fundamentales en cómo entendemos los mecanismos de curación de nuestros cuerpos y en cómo evaluamos si funcionan —o no— las intervenciones médicas típicas. El efecto placebo, que desde hace tiempo ha sido la contraparte negativa de la ciencia médica, podría representar pronto un reto fundamental para esta.

«Píldoras de azúcar, resultados garantizados» Credit Ilustración fotográfica por Paul Sahre.

En cierto modo, la mala reputación del efecto placebo surgió en 1784 durante el régimen del rey francés Luis XVI. En París residía el médico Franz Anton Mesmer, quien había huido de Viena unos años antes cuando las juntas médicas decidieron que su afirmación de que había curado la ceguera de una joven tras ponerla en trance era falsa y que, aparentemente, había algo muy inapropiado en cómo había tratado a la joven. Mesmer promovió en París una teoría acerca de cómo había “funcionado” el proceso de trance: había una fuerza en el universo llamada magnetismo animal que provocaba enfermedades si era perturbada. Convenientemente para Mesmer, el magnetismo podía ser percibido y desperturbado solo por él y por las personas a las que él entrenaba.

Hubo suficientes reportes de gente que mejoraba tras visitarlo como para que hubiera filas de visitas frente a su puerta en París. Las afirmaciones de Mesmer, además, representaban un reto directo a la idea central de la Ilustración: que la verdad podía ser determinada por cualquiera con tal de que usara sus sentidos a partir del escepticismo. Así que las quejas sobre el trabajo de Mesmer llegaron hasta la corte de Luis; y el rey, que quería venderse como el gran ilustre, acudió con los científicos. Les pidió al químico Lavoisier, al astrónomo Bailly, al doctor Guillotin y a otros que investigaran las aseveraciones de Mesmer e instaló a Benjamín Franklin, en ese entonces enviado estadounidense, como director de la comisión.

Los científicos idearon diversas pruebas para determinar que lo que experimentaban los pacientes de Mesmer no era causado por el magnetismo animal, a partir de un método sencillo: vendarles los ojos a los pacientes para ver si el efecto era el mismo si no podían ver qué se les hacía.

Uno de los discípulos de Mesmer, Charles d’Eslon, estuvo a cargo de realizar las pruebas. El pánel científico le pidió que moviera sus manos cerca de alguna parte del cuerpo del paciente y que el paciente después dijera dónde lo sintió; les decían a los participantes que d’Eslon estaba presente en la sala cuando no era así, y viceversa, o les indicaban que estaba haciendo algo que no. En cada prueba, los pacientes reaccionaban de acuerdo con lo que les decían que el médico había hecho, pero sin que d’Eslon realmente hubiera hecho nada.

Concluyeron entonces que no había causalidad entre la conducta del doctor y la respuesta del paciente. En su reporte, el pánel escribió: “La imaginación produce todos los efectos atribuidos al magnetismo”. D’Eslon sostuvo que, imaginación o no, el efecto podía ser muy valioso para aliviar el malestar humano de ser usado por profesionales médicos.

El reporte de la comisión fue traducido al inglés y se volvió muy popular, pero no por la sugerencia de d’Eslon, sino por las implicaciones científicas: se había demostrado que si se eliminaba la imaginación la ciencia podía encontrar la verdad sobre nuestros cuerpos afligidos. La comisión dirigida por Franklin se refirió así a lo que ahora llamamos efecto placebo, para establecer que esto era lo que los médicos debían aislar e ignorar.

En 1955 la ciencia volvió al efecto placebo, pero solo para buscar cómo ponerlo en cuarentena. Durante una reunión de la Asociación de Médicos Estadounidenses, el cirujano de Harvard Henry Beecher recalcó que aunque ellos creyeran que los placebos eran medicina falsa —el nombre de hecho proviene del latín y significa “complacer”— no podían negar que tenía resultados.

“Por mucho tiempo pensamos que era la imaginación. Ahora con las imágenes se puede ver cómo literalmente se prende el cerebro cuando a alguien le das una píldora hecha de azúcar”.

KATHRYN HALL, BIÓLOGA MOLECULAR

Beecher dijo que si era suficientemente poderoso como para que un tercio de los pacientes analizados por él mejoraran, entonces el efecto placebo sí desempeñaba un papel para estudiar el efecto íntegro de un fármaco: los medicamentos solo podían ser calificados como efectivos si funcionaban mejor que el placebo. Entonces debían compararse sus efectos.

De ahí nació el método de doble-ciego para evaluar nuevos medicamentos: ni el médico ni el paciente que administra un fármaco puesto a prueba sabe si se trata de un placebo. Es un método usado hoy en prácticamente todos los estudios clínicos; la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA, por su sigla en inglés) requiere que una nueva droga tenga mejores resultados que los placebos en dos análisis independientes antes de ser comercializada.

Es decir, el efecto placebo tiene una naturaleza contrastante: se incluye en las pruebas clínicas porque se reconoce que tiene un efecto importante en el tratamiento, pero se considera que ese efecto en sí no es el importante.

La ciencia no es la única manera de comprender la enfermedad y la curación, pero es la manera establecida. “Ahí está el poder”, dijo Ted Kaptchuk. Por eso dejó su puesto como director de una clínica en 1990 para estudiar el efecto de manera científica en Harvard. En 2010 quedó estupefacto cuando lo contactó Kathryn Hall, bióloga molecular: ella estaba interesada en el tema y también era experta en moléculas; podía ser la emisaria para que el placebo se sumara al sistema médico científico establecido.

Hall se interesó en estudiar el efecto placebo quince años antes de contactar a Kaptchuk. Tenía un caso avanzado de síndrome de túnel carpiano que no mejoró con una muñequera ni con fármacos. Una amigo le recomendó ir con un acupunturista; a Hall se le hacía ridícula la idea, pero la alternativa era someterse a una intervención quirúrgica. Hizo una cita para hacerse acupuntura y, con una aguja, el dolor desapareció.

“No podía creerlo”, me dijo. “Dos años de tomar medicamentos y ahí, con un solo tratamiento”. Seguía sorprendida tantos años después. En su búsqueda por comprender cómo sucedió, se topó con un libro de Kaptchuk sobre la medicina alternativa china, en el que menciona que la acupuntura parece tener un efecto placebo importante, y con una publicación sobre un estudio que hizo él con pacientes de síndrome de colón irritable que recibieron tratamiento con acupuntura.

En el estudio, Kaptchuk quería analizar qué tanto funcionaba ese tratamiento según la calidad y cantidad de interacciones entre el paciente y el acupunturista.

Cuando Hall lo contactó, él tenía una tarea perfecta para ella. En el estudio había tomado muestras de ADN de los participantes para intentar encontrar un patrón molecular que explicara las respuestas. El genoma es vasto y era difícil saber por dónde empezar, pero a Hall y a Kaptchuk se les ocurrió un buen lugar tras acudir a una conferencia en la que un colega sugirió que una enzima llamada COMT tenía vínculos con la respuesta de las personas al dolor y a los analgésicos.

No es posible detectar los niveles de COMT directamente en cerebros de personas vivas, pero se puede medir por medio de una parte del genoma, el rs4680, donde se gestiona la producción de la enzima. Cuando Hall analizó el ADN de los pacientes del estudio del síndrome de colón irritable encontró una tendencia. Quienes tenían la variante genómica que predice niveles altos de COMT registraban las respuestas más débiles al placebo y quienes tenían la variante opuesta registraban las respuestas más pronunciadas. Además, había reacciones dispares según la interacción con la persona que les daba el tratamiento: pacientes de mucha interacción y con la variante de COMT bajo tenían los mejores resultados. Eran, por decirlo de alguna manera, genéticamente más sensibles al impacto de su relación con el curador.

El hallazgo de esta correlación genética desató el esfuerzo de Hall por encontrar la reacción bioquímica que ella llama placebioma, con la creencia de que algún día estará al lado de los “omas” de la ciencia médica, como el genoma o el microbioma.

«Botella sin líquido: la dosis que quieras hasta que se reduzcan los síntomas» Credit Ilustración fotográfica por Paul Sahre.

Y lo que encontró Hall ha sido reforzado por otros resultados de análisis de imágenes por resonancia magnética funcional que han hallado patrones consistentes sobre cómo se activan los cerebros de quienes responden a placebos. “Por mucho tiempo pensamos que era la imaginación”, dijo Hall. “Ahora con las imágenes se puede ver cómo literalmente se prende el cerebro cuando a alguien le das una píldora hecha de azúcar”.

Todo esto es, además, de interés para la industria farmacéutica.. El efecto placebo parece haberse fortalecido con el tiempo: un estudio de 2015 publicado en la revista Pain que analizó 84 pruebas clínicas de analgésicos realizadas desde 1990 a 2013 encontró que la efectividad de los placebos usados había aumentado. La brecha entre la efectividado de las drogas por sobre la de los placebos se redujo, en promedio, de un 27 por ciento a un 9 por ciento.

No queda clara la razón, pero el resultado es que muchos fármacos que pasan las primeras capas de requisitos de la FDA para poder comercializarse no logran pasar las siguientes; hasta el 90 por ciento de los medicamentos analgésicos no pasan de las pruebas clínicas de fases avanzadas. Es decir que la industria farmacéutica en realidad podría querer identificar de alguna manera a quienes responden bien a placebos —por su genoma, digamos— para excluirlos de las pruebas. Algo que podrían hacer con la excusa de tener menos ruido en el análisis del efecto placebo.

Sin embargo, si Hall continúa con sus investigaciones puede que se cambie por completo la manera en la que se piensan las pruebas clínicas e incluso los fármacos.

“Cuando empiezas a medir el efecto placebo de manera cuantitativa, lo transformas en algo distinto a lo que es”.TED KAPTCHUK, INVESTIGADOR DE HARVARD

Desde 2013, la bióloga ha estado involucrada en el Women’s Health Study (Análisis de la salud de mujeres), que ha medido a lo largo de veinte años la salud cardiovascular de unas 40.000 mujeres divididas en cuatro grupos: en uno reciben una dosis diaria de vitamina E, en otro una de aspirina, en el otro reciben ambas y, en el cuarto, un placebo. Se tomaron muestras de ADN de parte del grupo de mujeres. Cuando Hall las analizó encontró que las que tienen la variante genética de COMT bajo presentaban tasas más altas de cardiopatías, aunque el riesgo de padecerlas era mucho menor para las mujeres con variante de COMT bajo que sí recibían los tratamientos (no era así con los placebos). En contraste, las mujeres con la variante de COMT alto tenían menor riesgo de padecer cardiopatías si tomaban los placebos y riesgos mayores si recibían el tratamiento.

Hall dice que lo destacable de esto no es tanto qué variante tiene qué tendencia, sino que existe una tendencia según la variante; que la misma parte de un genoma parece determinar qué tan efectivo es un fármaco. Es decir, los medicamentos y los placebos no provocan reacciones por procesos separados —uno físico y el otro psicológico— sino que operan en el mismo camino bioquímico, uno que es regido por el gen de la enzima COMT.

Puede que por ese camino bioquímico el cerebro traduzca el acto de curar en una reacción física y encienda los procesos que reducen el dolor y la inflamación, sobre todo en malestares crónicos como el síndrome de colón irritable y ciertas cardiopatías. Si el cerebro usa la misma senda para tanto placebos como fármacos entonces muy posiblemente estos puedan trabajar en conjunto por ese camino o, quizá, anularse entre sí, como si hubiera tráfico vehicular.

Entonces ¿qué tal si la razón por la cual un medicamento o tratamiento no funcionan en una prueba clínica no es porque hay incompatibilidad bioquímica para el paciente, sino porque en algunas personas el fármaco interrumpe la respuesta al placebo? En caso de que fuera así, ¿el uso del placebo por sí solo reduciría la aflicción? O, más aún: ¿qué tal si la respuesta a un placebo es la que impide, para personas con cierta variante genética, que el fármaco funcione como se espera, y un cambio en el contexto psicosocial mejoraría la efectividad de la droga?

De confirmarse cualquiera de estos casos, queda claro que cualquier prueba clínica en la que el placebo se usa como control está mal diseñada.

Cuando Kathryn Hall le comentó estos hallazgos, Ted Kaptchuk estaba muy emocionado. “¡Haz que todos sepan de esta molécula!”, le dijo.

Pero Kaptchuk, cuya gran teoría es que buena parte del efecto se debe a la relación entre un paciente y quien lo cura, también está incómodo por el descubrimiento de Hall. Él está seguro de que el efecto no puede reducirse tan solo a las moléculas y, aunque la investigación de Hall seguramente le dará más credibilidad al efecto placebo, cree que es riesgoso que este se vuelva parte del campo científico. “Cuando empiezas a medir el efecto placebo de manera cuantitativa”, dijo, “lo transformas en algo distinto a lo que es”. Si se ve solamente como moléculas, “puede que se vuelva tan solo algo más en la cinta transportadora del cuidado que se ha vuelto tan rutinario”.

Es decir: si se comprueba que la calidez del médico tiene más efectividad para gente con un genotipo, entonces surgirán frases como otorgarle el “beneficio mínimo adquirido” por “atenciones empáticas” a quienes tengan esa variante. ¿La calidez y el trato con los pacientes ahora dependerán solamente de cuáles son tus variantes COMT? Además, si se comprueba que hay cuestiones neuroquímicas relacionadas con el efecto placebo, ¿qué va a detener a una farmacéutica de desarrollar un medicamento —uno “real”— que active el proceso placebo de manera farmacológica?

“¿Será que este trabajo destruirá todo aquello que tiene que ver con la sabiduría, la imaginación, todo lo que es clave para humanizarnos?”, dijo Kaptchuk. “No lo sé, pero elijo creer que hay una reserva infinita de sabiduría y de imaginación que resistirán que las veamos como explicaciones solamente materiales”.

Quizá nos da demasiado crédito. No hay motivación tan efectiva como enfermarse para que alguien se incline hacia las certezas de la medicina moderna, sin necesidad de la imaginación. Nos gusta quedar en manos de curadores con respaldo científico, creer que las moléculas, y solo las moléculas, nos ayudan a sanar. Nos gusta, diría Lenferink, que nos engañen.

Fuente: NY Times