JUAN DÍAZ-FAES

Por Juan José Millás

Una mirada de autor sobre uno de los males contemporáneos más frecuentes en las sociedades occidentales. El exceso de información. La competitividad sin freno. La autoexigencia exagerada. El perfeccionismo compulsivo. Sus causas son múltiples, y las soluciones, variadas. El escritor Juan José Millás aborda la vida de personas que afrontan la ansiedad.

SOY UN COBARDE crónico, de modo que el miedo, aunque temporalmente desaparezca, siempre vuelve. Hoy, por ejemplo, me levanté bien, alegre, con la idea de acometer un proyecto al que vengo dándole vueltas desde hace varios meses. Desayuné contento y salí a caminar pletórico. Las piernas respondían, la respiración funcionaba y la temperatura era perfecta. Todo en orden. Al regresar me di una ducha, me vestí silbando jovialmente y mientras se encendía el ordenador eché una ojeada a los titulares del periódico. Entonces, sin venir a qué, empecé a sentir un malestar corporal que dio al traste con la euforia anterior.

Abandoné a un lado el periódico y atraje hacia mí el teclado del ordenador dispuesto a llevar a cabo mis propósitos. Pero no logré hilar dos frases seguidas, inmovilizado como me hallaba por la inminencia de la catástrofe. Algo terrible estaba a punto de pasar. Sonará el teléfono, pensé, y recibiré una noticia insoportable. El móvil no sonó. Comprobé que no estaba en estado de silencio y luego me llamé desde el fijo para ver si funcionaba.

Funcionaba.

Pura sugestión, me dije estirando los brazos y las piernas, sacudiéndolos fuerte para expulsar el pánico por las extremidades. Pero el pánico continuó ahí, en la zona del diafragma, empujando hacia abajo, hacia las vísceras, aunque extendiéndose también en abanico hacia el pecho, como suele actuar en los ataques de ansiedad.

Se trata de un miedo vacío, me dije, de un horror sin contenido. No ha sucedido nada, no va a suceder nada, lo sabes por experiencia. Pero el ejercicio de racionalización tampoco funcionó. Cada vez me encontraba más asustado.

Le comenté el suceso, como de pasada, al psiquiatra Diego Figuera, pues daba la coincidencia de que había quedado a comer con él para hablar de la ansiedad, sobre la que me había propuesto escribir algo al objeto de entenderla. Figuera es director del Hospital de Día Ponzano y aparece como número 3 en la lista de Más Madrid, encabezada por Íñigo Errejón, para las próximas elecciones autonómicas. Sabía de él porque lo escuché un día por la radio y me llamó la atención la perspectiva humanista desde la que se refería a los problemas psicológicos.

—¿Recuerdas qué fue lo que te trastornó de esa ojeada que echaste al periódico mientras se encendía el ordenador? —me preguntó.

—No sé. Creo que tropecé con una noticia sobre el conflicto catalán y otra sobre la subida de los alquileres de los pisos y de la dificultad de los jóvenes para independizarse. Los asuntos de todos los días por otra parte.

—Ahora no se te ve muy angustiado.

—Bueno, me he tomado un Orfidal antes de salir de casa.

Vivir con ansiedad, por Juan José Millás
JUAN DÍAZ-FAES.

—¿Lo tomas con frecuencia?

—Para dormir, desde hace años.

—¿Siempre la misma dosis?

—Sí, no la subo por miedo a engancharme.

—Si llevas varios años con la misma dosis, lo más probable es que el Orfidal haya actuado como efecto placebo. El círculo vicioso de los ansiolíticos es ese: tolerancia y adicción. La tolerancia significa que el cuerpo se acostumbra y que para conseguir el mismo efecto tienes que subir la dosis. Al final puedes hacerte inmune a las cantidades a las que eres capaz de funcionar porque por encima de esas dosis aparecen efectos secundarios indeseables: problemas de memoria o de atención, por ejemplo. Así que llega un momento en el que la gente no sabe qué hacer y con frecuencia acaba en la polimedicación. Así, a los ansiolíticos añaden los antidepresivos, por ejemplo.

—¿No debería haberme tomado el Orfidal?

—No lo sé, no te conozco, pero quizá el ataque de ansiedad que has sufrido esta mañana era manejable por otros medios. Hay un grado de la ansiedad que es muy necesario porque es adaptativo y porque, si sabemos escucharlo, nos dice cosas interesantes sobre nosotros mismos y sobre el mundo en el que vivimos. Además, la ansiedad es un mecanismo de cohesión social, es un generador de solidaridad. Uno de los mejores ansiolíticos es el tacto, que está desapareciendo de nuestros hábitos comunicacionales. Yo jamás prescribo un ansiolítico si el paciente no se compromete a hacer una terapia conmigo o con otro profesional, porque con el ansiolítico se tapa el síntoma, pero no va a la causa de ese síntoma. Lo que pasa es que hemos patologizado enormemente la vida cotidiana. La ansiedad que te han provocado esos dos titulares del periódico te estaba transmitiendo una información importante sobre el mundo en el que vivimos y cómo determinados problemas de ese mundo evocan cuestiones relacionadas con la vida personal de la gente. Nosotros decimos que el cuerpo nos habla y que además lleva la cuenta.

—¿La cuenta de qué?

—De lo que nos ha traumatizado y que permanece en nosotros como una memoria implícita, inconsciente, y reacciona por familiaridad con la vivencia actual.

—¿Debería haber escuchado mi ansiedad en vez de medicarla?

—Insisto en que no te conozco y esto no es una consulta, estamos comiendo. Por cierto, ¿cómo está tu pargo? Mi merluza, estupenda. Pero me da la impresión de que tú mismo has empezado a responderte.

—¿Las cuestiones de orden social o político pueden tener una incidencia grande en la angustia individual?

“Hay ansiedades sanas que crean lazos sociales y te ayudan a ver tus límites. Conviene favorecer y entender esas ansiedades en vez de frenarlas con ansiolíticos”

Sobre la ansiedad y el modo de abordarla hay muchos puntos de vista. Ahora nos encontramos en un cruce de paradigmas, aunque básicamente se aprecian dos tendencias: la que la percibe como un problema médico más, que se medicaliza y punto, y la que trata de abordarla desde la complejidad. Se piensa además equivocadamente que la ansiedad puede tratarse desde la atención primaria. De hecho, la ansiedad no suele llegar a la consulta del psiquiatra porque se considera algo menor que se soluciona con tratamiento farmacológico.

—¿Hay buenos fármacos?

—Hay buenos ansiolíticos, con los que triunfó la psiquiatría en los inicios de los sesenta del pasado siglo. Y no se ha inventado nada mejor. La base de todos es la benzodiacepina, que en sus distintas variantes puede ser además relajante muscular o hipnótico.

—Hablabas de dos grandes tendencias.

—Sí, de cómo se entiende la ansiedad en la psiquiatría y en parte de la psicología y de cómo se entiende desde la complejidad. En la psiquiatría, por lo general, se piensa que hay un componente físico o biológico que hace que unas personas sean más propensas a padecer ansiedad que otras. Según eso, lo importante sería nuestra vulnerabilidad bioquímica por factores que no se conocen bien y que se estudian por parte de las grandes corporaciones, sobre todo por parte de los laboratorios farmacéuticos, que están muy interesados en medicalizar la ansiedad como se medica cualquier enfermedad de carácter orgánico.

—¿Y la otra corriente?

—La otra corriente está representada por quienes pensamos que la ansiedad y la enfermedad mental en general hay que verlas, como señalaba antes, a la luz de la complejidad. Decimos que la vulnerabilidad a la ansiedad está constituida por la suma de factores, por acumulación no lineal. Uno de esos factores, desde luego, es la atmósfera social o política.

—¿Vamos, pues, con esto y con lo otro sumando ­papeletas?

—Claro. Yo se lo explico a los pacientes y a las familias poniendo como ejemplo un vaso en cuyo fondo hallamos un factor de vulnerabilidad debido a factores biológicos o de herencia. A ese factor le tienes que sumar el de la crianza, pues en función de cómo te han criado eres más frágil o más resistente a la ansiedad. Una buena crianza puede reducir los factores de la herencia. A esta capa tienes que añadir la del entorno social. La pobreza, por ejemplo, aumenta las probabilidades de padecer ansiedad porque en el entorno de la pobreza todo se vive con mayor estrés. Como ves, podríamos seguir abriendo el abanico y sumando factores, ninguno de los cuales, por sí solo, explicaría un estado de ansiedad.

—¿La parte social cuándo aparece?

—Sobre todo en la adolescencia, porque sales fuera de la familia y te pones a prueba con el resto de tus iguales en un mundo que es supercompetitivo dentro de una sociedad cada vez más narcisista. Ahí aparecen también las hormonas sexuales, que al favorecer los cambios corporales de la pubertad constituyen asimismo un factor de ansiedad, haciéndonos vivir momentos de vulnerabilidad mayor. Pero cuando en la adolescencia no aparecen determinadas ansiedades, deberíamos preocuparnos.

—¿Hay entonces ansiedades sanas?

—Hay ansiedades sanas que crean lazos sociales y te ayudan a ver tus límites. Conviene favorecer y entender esas ansiedades en vez de frenarlas con ansiolíticos.

—¿Y dónde se encuentra la frontera entre una ansiedad sana y una patológica?

—No hay frontera, es un continuo. El límite de la ansiedad patológica está marcado con frecuencia por la subjetividad, está muy influido por la cultura. En algunas culturas cualquier grado de ansiedad es vivido como malo. En otras tiene poca importancia. La frontera la marca el que la persona que padece esa ansiedad deje de ser funcional en su medio. Ahí es donde aparece la necesidad de ayuda, que como te decía es muy subjetiva. Si investigas entre los médicos de atención primaria, verás que medican más o menos en función de su propia experiencia.

—¿No hay parámetros objetivos?

—No suelen utilizarlos. El profesional de atención primaria está influido por su cultura médica. Depende de que sea más o menos biologicista. Esa subjetividad es un problema en un momento en el que, debido a la abundancia de las soluciones farmacológicas, hemos patologizado conductas que son normales. Damos ansiolíticos para ansiedades que conviene tratar de otra manera para hacerte más fuerte. Si tomas un ansiolítico, no trabajas tu parte psicológica, tu resiliencia ante la adversidad.

—Para la sanidad pública, supongo, es más barato un ansiolítico que un tratamiento psicológico. La caja de Orfidal cuesta poco más de un euro y tiene 50 pastillas.

—Claro. Lo curioso, como te señalaba hace un momento, es que desde la aparición de las benzodiacepinas, hace ya más de medio siglo, no haya aparecido nada mejor.

—¿En España consumimos muchos ansiolíticos?

—España es el país de Europa que más ansiolíticos consume y el segundo del mundo.

—¿Más las mujeres que los hombres o los hombres que las mujeres?

—Mucho más las mujeres, en parte porque las mujeres reconocen mejor su ansiedad y su tristeza. También porque consultan más al médico, están más acostumbradas a pedir ayuda. Y se fían más. Los hombres reconocemos peor nuestros problemas mentales y somos menos disciplinados con la medicación. Las mujeres aceptan también hacer terapia mejor que los hombres.

—Empiezo a sospechar que no debería haberme tomado el Orfidal.

—No lo sé. Si quieres, te doy hora —concluye en tono de broma—. De momento, vamos a pedir el café, que tengo consulta dentro de un rato.

El 4 de enero, unos días después del encuentro con Diego Figuera, mientras desayunaba, encendí la radio en el momento en el que daban cuenta de la situación del tráfico en Madrid y alrededores. Por lo general no presto atención a estos avisos porque trabajo en casa y no me afectan los atascos. Pero esa mañana, por razones incomprensibles, me enganché al relato completo de lo que ocurría en las diferentes carreteras de circunvalación y calles principales de la ciudad en la que vivo y me quedé espantado. No parecía una información, parecía un parte de guerra en el que los soldados eran los automovilistas. Me vinieron a la cabeza imágenes de El desembarco de Normandía y de Salvar al soldado Ryan. Veía a los conductores tomando posiciones estratégicas en los diferentes carriles de la M-30, donde a veces vuelcan camiones que transportan cerdos o gallinas que invaden la carretera. Mi receptor transmitía ansiedad como la Radio triste, en el cuento de Cheever, emitía pena.

“El final de una terapia te genera cierta angustia, pero el método te lo llevas incorporado. El objetivo de la terapia es que te lleves contigo las herramientas que has adquirido”

Había quedado a media tarde con Ricardo y Mónica (nombres supuestos) para completar este trabajo con sus testimonios, pues me dijeron que eran dos jóvenes ansiosos. Aunque supuse que los atascos habrían desaparecido a las 17.30, me maldije por haber programado la cita un día antes de la noche de Reyes, con la calle y los establecimientos repletos de ciudadanos ansiosos. Por si fuera poco, quedamos en la cafetería de El Corte Inglés de Princesa con Alberto Aguilera, adonde llegué media hora antes, según mi costumbre, para inspeccionar los alrededores. Y aunque he visto mil veces ese edificio gigantesco, nunca había reparado en su aspecto de caja. Una caja enorme, del tamaño de una o dos manzanas de edificios, sin ventanas u otra clase de vanos por los que asomarse al exterior. Me había despertado ese 4 de enero con la percepción desatada, de modo que no sé si veía la realidad como era o como no era, pero la veía en todo caso excesiva y agobiante.

Ingresé en la mole fingiendo naturalidad y evité los ascensores, muy cargados, por precaución. Las escaleras mecánicas iban también llenas de gente, pero te permitían contemplar el panorama interior y diseñar mentalmente vías de escape para el caso de incendio. Lo curioso es que aunque ascendía, pues la cafetería se encontraba en la séptima planta, yo tenía la impresión de viajar hacia las entrañas de la mole. Me hundía al elevarme. El roce con los otros cuerpos me recordaba al de las hormigas cuando intercambian feromonas en el borde del hormiguero.

Me vino a la cabeza la imagen de un terrario en el que los reptiles hubiesen sido sustituidos por seres humanos que se movían nerviosamente por aquellos recintos perfectamente acondicionados desde el punto de vista de la calidad del oxígeno, de la intensidad de la luz y del control de la temperatura. Pero si observabas con atención los rostros de la gente, veías la ansiedad en sus ojos, en su aliento, en el modo de sujetar los paquetes que con frecuencia les ocupaban las dos manos. Todo el mundo estaba haciendo las últimas compras de Reyes, compras apresuradas, de última hora, y quizá con un presupuesto muy mermado ya por la Nochebuena, la Navidad, la Nochevieja, el Black Friday y todo eso. Por si fuera poco, las rebajas habían comenzado o estaban a punto de hacerlo.

Por fortuna, una parte de la cafetería estaba acristalada, como el techo o la parte frontal de los terrarios, y se observaba desde ella un buen pedazo del cielo de Madrid. Oscurecía ya, pero las luces de los edificios proporcionaban esperanza y calor. Elegí una mesa alejada de la barra, a la que no llegaran los jadeos intermitentes de la cafetera, y me senté a esperar. Eran las 17.20 y a las 17.30, la hora de la cita, Ricardo y Mónica no habían llegado. Temiéndome lo peor, saqué el teléfono para llamar, pero me contuve. Pensé que debía darles al menos 10 o 15 minutos de cortesía.

Mi ansiedad solo fue capaz de darles 5.

A las 17.35 marqué el número de Ricardo y me respondió el contestador: apagado o fuera de cobertura.

No vendrán, me dije.

Justo en ese momento aparecieron disculpándose por el retraso y tomaron asiento. Pedimos agua con gas y sin gas y fuimos directamente al grano. Tenían 28 años, me dijeron. Ricardo estaba preparando un máster en técnicas cognitivas después de haber acabado Filosofía. Mónica estaba terminando Medicina y pensaba especializarse en psiquiatría. Él era alto, fuerte, expansivo; ella, menuda, tímida, reflexiva.

—Yo —dijo Ricardo— solo he tenido dos ataques de ansiedad, o de pánico, o dos crisis nerviosas, depende de la terminología que utilicemos. Fue un domingo y un jueves, el siguiente a ese domingo, aunque la crisis del jueves fue más floja, ahora te explico. Si tuviera que puntuarlas de 0 a 10, a la del domingo le daría un 10 y a la del jueves un 8.

—¿Cómo fue?

—Aquel domingo por la tarde estaba en casa, con toda mi familia. Yo estaba en mi cuarto, intentando terminar un trabajo para la universidad. Ese era un factor de estrés, quizá el principal, aunque había otros de orden familiar. Creo que se juntó también el hecho de que yo hago kick boxing y tenía a la vista una competición.

—¿Pero el principal era el del trabajo de la universidad?

—Creo que sí, por los estándares de calidad que me pongo, por hacer las cosas bien. El caso es que tuve una sensación nerviosa difícil de explicar, una tensión enorme en la cabeza. Llamé a Mónica, lo que no mejoró las cosas pues se asustó un poco y me puse aún más nervioso hablando con ella. Como no había tenido experiencias similares, tampoco sabía cómo catalogar aquellas sensaciones. Yo siempre he tenido un temperamento nervioso, pero esto era otra cosa. Hice ejercicios de respiración, me tomé dos tilas. Me ayudó mucho el decirme a mí mismo: “Bueno, he llegado hasta el límite, este es el límite. Abandono el trabajo de la universidad y punto”. La idea de abandonar el trabajo me dio tranquilidad. “No termino la carrera, me quedo en casa y ya está”, seguí diciéndome. Pero a las dos semanas de no hacer nada me puse otra vez a trabajar. Terminé el trabajo y la carrera y voy cumpliendo las metas que me propongo. En aquel momento necesitaba quitarme de la cabeza una presión que nadie me había impuesto, solo yo.

—¿Cuándo fue esa crisis?

—Hará dos años en abril.

—¿Y el jueves siguiente qué pasó?

—Pues lo mismo, pero con menos intensidad. Entonces me fui a urgencias y fingí que estaba peor de lo que estaba para que me dieran ansiolíticos.

—¿Te los dieron?

—Sí.

—¿Y te los tomaste?

—No, los guardé en la mesilla, pero el hecho de saber que los tenía me tranquilizó.

—Decías que tenías, de siempre, un temperamento nervioso.

—Bueno, me bloqueaba en los estudios. No llegaban a ser ataques de pánico, pero me bloqueaba por un exceso de exigencia. ¿Qué empecé a hacer? Evitar los exámenes. Los preparaba y luego no me presentaba para evitar la situación, que me resultaba estresante.

—¿Y tus padres qué decían?

—Bueno, yo en casa decía que todo iba bien, que sacaba notables, hacía ver que era un buen estudiante. Todo era perfecto. Pero claro, llega un momento en el que tenías que haber terminado la carrera y no la has terminado. Bueno, se reveló todo y comencé a hacer una terapia para ver por qué me ocurrían esas cosas y ahí fui aprendiendo cosas de mí y a adquirir herramientas para manejar el estrés. La cuestión es averiguar dónde está el tigre.

—¿Y dónde estaba el tigre?

—Voy averiguándolo poco a poco.

—¿Y no has tomado nunca ansiolíticos?

—Pues no.

—Pero los tienes en la mesilla de noche.

—Sí.

—Tu terapeuta es Diego Figuera. ¿Cómo llegaste a él?

—Caí con Diego por recomendación del terapeuta de Mónica, que se llama Félix Blanco. Queríamos un terapeuta de la misma línea, pues Mónica, hasta dar con él, había tenido unos tratamientos sucesivos de salud mental desastrosos.

—A mí —interviene Mónica— me salvó la vida dar con Félix porque el único tratamiento que había recibido hasta entonces era farmacológico. No queríamos que Ricardo empezara a hacer un recorrido por terapias que al final no se hacen cargo del sujeto. Queríamos un abordaje del problema que estuviera más centrado en la persona.

—¿Tú has tenido malas experiencias?

—Yo estuve yendo a terapias varias desde los siete u ocho años porque tenía compulsiones.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, me lavaba mucho las manos y por la noche me cortaba la goma de la ropa interior, de las bragas, porque creía que me iba a asfixiar. A los 18 años, cuando conocí a Ricardo, tuve un episodio más fuerte coincidiendo con la muerte de mi abuela.

—¿En qué consistió?

—Fue un episodio melancólico de larga duración por el que volví a acudir a la Seguridad Social. Después de un año de medicación, con siete pastillas diarias, incluidos antipsicóticos, mi madre pensó que una persona de 18 años no podía estar con la baba colgando y se informó sobre si existían terapias diferentes. Entonces dimos con Félix.

—¿Y ya no te medicas?

—No, ni voy a terapia, estoy dada de alta desde hace cuatro o cinco años.

—Qué éxito, ¿no?

—El problema con estos asuntos es la falta de información. Si no estás en una familia informada, has de tener suerte además de recursos económicos. Las corrientes biologicistas anulan bastante al sujeto. Un problema mental no es un tumor en el hígado.

—Todos los DSM (manual de diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) —añade Ricardo— son un desastre porque son gratuitos, interesados, autoritarios y corporativistas. Eres calificado en función de los intereses del que te califica.

—La medicación —interviene Mónica— es a veces necesaria, lo que no puede ser es que uno solo vaya al psiquiatra para que le revisen la medicación. Si yo no hubiera dado con otro tipo de terapia, ahora mismo estaría con la baba colgando. La pastilla nunca debe sustituir a la terapia. Y el horizonte es que llegues a vivir sin medicación, del mismo modo que el romperte una pierna no implica que vayas a ir el resto de tu vida con muletas.

—¿Se acaba incorporando el método terapéutico? —pregunto.

—Sí —dice ella—, el final de una terapia te genera cierta angustia, pero el método te lo llevas incorporado. El objetivo de la terapia es que te lleves contigo las herramientas que has adquirido, incluso que incorpores herramientas nuevas.

Para finalizar les pregunto si creen que vivimos en un mundo ansioso y los dos están de acuerdo en que sí.

—Mira la gente que está aquí comprando —dice Ricardo.

La miro. Han hecho un alto en la cafetería, pero hablan deprisa, en voz muy alta y no cesan de gesticular. Parecen hombres y mujeres y niños eléctricos.

Al abandonar el establecimiento, tropiezo con una amiga que corre, angustiada, hacia el interior. Me dice que al pagar un perfume ha olvidado el móvil sobre el mostrador.

—Que tengas suerte —le digo palpándome la ropa, para comprobar con alivio que el mío continúa en su sitio.

Fuente: El País