En Cristo Crucificado descubrimos a Dios-Hombre. La mente puede llegar a Dios. Los pensamientos tienen acceso a Él. Pero es en la agonía del Hijo que podremos llamar a Dios Padre.
El Superior de los franciscanos nos lo refiere así en su meditación de lo acontecido en el Huerto de los Olivos:
El Señor Jesús ruega largo tiempo a su Padre, y dice…
«¡Oh! Padre mío, yo te ruego que apartes de mi este cáliz… Mas no se haga mi voluntad sino la tuya. Padre mío, levántate para ayudarme, apresúrate a socorrerme». En seguida va adonde estaban sus discípulos, los recuerda y los exhorta a buscar nuevas fuerzas en la oración. Después volvió a su oración dos y tres veces, repitiendo la misma súplica, y añadió: «Padre, si has decretado que sufra el suplicio de la cruz, que tu voluntad se haga. Pero te encomiendo a mi Madre amadísima y a mis discípulos. Hasta ahora yo he velado sobre ellos: continua haciéndolo Tú, Padre mío». Y mientras oraba, salió de su sagrado cuerpo un sudor de sangre que empapó la tierra…
Mientras que el Señor oraba en la mayor ansiedad, he aquí que el ángel del Señor, el príncipe de la milicia celestial, Miguel, se acerca, lo sostiene y le dice: «Salve, Jesús mío; he ofrecido a tu Padre, en presencia de toda la corte celestial, tu oración y tu sudor de sangre, y todos, prosternándonos, hemos suplicado que este cáliz se aleje de ti».
El Padre nos has respondido «Mi amadísimo hijo sabe que la redención del género humano, que tan vivamente deseamos, no se puede efectuar sino por la efusión de sangre. Si quiere la salvación de las almas es preciso que muera por ellas». Y Tú ¿que decides? El señor Jesús respondió al ángel: «Quiero absolutamente la salvación de todas las almas, y prefiero morir para que sean salvas estas almas que mi Padre ha formado a su imagen, que de no morir y no dejarlas sin rescate. Que se haga pues la voluntad de mi Padre».
San Buenaventura, ruega por nosotros para que podamos comulgar de la Pasión gloriosa del Señor.