Manny Fernández es el encargado del buró de The New York Times en Houston, Texas. Durante los últimos dos meses trabajó un reportaje sobre lo que viven algunos de los migrantes que cruzan desde México hacia la frontera sur de Texas, y de aquellos que mueren en el camino y no han sido identificados. Lo puedes leer aquí. Esta es una historia con la cual se topó durante esa investigación.

ENCINO, Texas – Una tarde de junio, tres migrantes que habían cruzado hacia Estados Unidos de manera ilegal e intentaban moverse a través de la maleza se toparon con una cabaña en esta localidad texana. No había nadie adentro y decidieron forzar la puerta. Esos son los datos duros e indisputables de lo que sucedió en el condado de Brooks el 16 de junio de 2013. Sin embargo, como todo lo demás que sucede en la zona fronteriza, los datos no cuentan toda la historia.

Quienes irrumpieron en la cabaña eran tres adolescentes de El Salvador. Habían viajado más de 2400 kilómetros para intentar llegar a Estados Unidos y se habían perdido en la maleza texana tras cruzar la frontera. Llevaban cuatro días caminando. Una de ellas estaba embarazada. Ya no querían evadir a la Patrulla Fronteriza; ahora querían ser encontradas porque la salvadoreña embarazada necesitaba ayuda.

Lo primero que hicieron cuando irrumpieron en la cabaña fue llamar a las autoridades estadounidenses. El número estaba escrito en un papel pegado a un corcho junto a la puerta. Las jóvenes se bañaron y limpiaron su ropa en lo que llegaban los agentes.

Antes de irse, una de las chicas agarró la hoja de papel con la lista de teléfonos. Volteó la hoja y le escribió una carta al dueño de la cabaña. Fue una acción pequeña por parte de una salvadoreña que buscaba cambiar su situación, una acción pequeña como las muchas que se viven diario en el flujo migratorio hacia Estados Unidos, en el cual abundan las generalizaciones y que tiene una carga política considerable. Fue algo tan sencillo: una carta de agradecimiento anónima.

“Disculpen por entrar a su rancho, pero fue por necesidad porque teníamos cuatro días de estar perdidas”, dice la nota. “Perdón por destruir su puerta y por haber utilizado sus pertenencias”, continúa el escrito, “gracias y mil veces perdón”.

La situación migratoria en la frontera de México con Estados Unidos se vive de una manera distinta aquí a cómo se ve en las noticias. El flujo de esas mujeres, hombres y niños está tan llena de desesperación y esperanza como otras migraciones masivas o crisis de refugiados en distintas partes del mundo. La escala es menor, pero no por ello menos trágica ni dramática.

En su trayecto por la maleza en Texas, los migrantes frecuentemente mueren por el calor, o por el frío. Un hombre que se perdió y llamó al 911 le dijo a la persona al otro lado del teléfono que estaba tan deshidratado que había recurrido a tomar su propia orina. Las mujeres son víctimas de abuso sexual. Una migrante embarazada alguna vez dio a luz en una cubeta que estaba en la parte trasera de un rancho y continuó por su camino, cargando al bebé.

Billy Griffith, de 68 años y quien administra un rancho en el sur de Texas, todavía recuerda cuando él y un grupo de cazadores se toparon con una mujer en llanto.

“Estaba recargándose contra la reja ahí en la casa y estaba desvaneciéndose”, dijo Griffith, quien llamó a la Patrulla Fronteriza. “Le dimos algo de tomar porque estaba deshidratada y entré a la casa para agarrar unas barras de granola; se las di. Para cuando llegó la patrulla, ella se había ido. Se fue caminando. El día siguiente encontramos a otra mujer, esta usaba un palo para mantenerse erguida mientras caminaba”.

Ryan Weatherston, de 35 años, es el capataz de la cabaña de Encino. Nunca supo los nombres de las tres adolescentes salvadoreñas. Dijo que tenían entre 16 y 18 años. Llegó a la cabaña y vio que había ropa tendida; las chicas salieron corriendo hacia su camioneta porque pensaron que era de la Patrulla Fronteriza.

“Iban camino a Houston”, dijo Weatherston. “Una estaba embarazada y ya no podía más. Ya habían llamado a las autoridades, no iban a poder seguir. Solo querían que esa chica recibiera atención médica”.

La Patrulla Fronteriza llegó por ellas.

Weatherston ahora deja abierta la puerta de la cabaña. Casi cuatro años después todavía se nota la abolladura donde las salvadoreñas azotaron un banquillo para abrirla. El banquillo todavía está ahí.

Y la carta de agradecimiento a la vuelta de la lista con teléfonos todavía está pegada al corcho.

Referencia: www.NyTime.com