Por:  Pbro. Edgardo Rodriguez

En ciertos círculos cristianos fuera de la Iglesia Católica, e incluso en algunos grupos cristianos católicos, parece estar de moda un tipo de “oración” en la que, con la finalidad de obtener beneficios sobre todo materiales o curación de enfermedades, las personas “declaran” o “decretan” ya sea prosperidad material, obtención de algún trabajo, curación, etc. para ellos mismos, para sus seres queridos o para otras personas que les piden orar por ellos. Conviene preguntarnos: ¿es correcto ese tipo de oración? ¿Se apega apega o no, a lo que Jesús nos enseña en el Evangelio?

Primero que todo, recordemos que Jesús sobresale en los Evangelios como un hombre de oración. Frecuentemente, los evangelistas nos lo presentan orando, y San Lucas resalta más que los demás, esta actitud del Maestro. Toda la vida de Jesús se enmarca en su experiencia de la oración. Jesús ora cuando va a tomar una decisión importante, como en la elección de los doce apóstoles (Lc. 6, 12-16); se retira frecuentemente a orar (Lc. 5, 16); aconseja a sus discípulos acerca de la necesidad de orar siempre y en todo momento (Lc. 18, 1). Jesús enseña a los suyos a orar (Lc. 11,1) y les invita a no imitar la actitud soberbia de los fariseos sino a dirigirse a Dios con humildad (Mt. 6,5-8).

Y es que la oración del Maestro no es soberbia ni pretenciosa: es ante todo humilde, y es un signo de reconocimiento de la grandeza de su Dios y Padre, que es también nuestro Dios y Padre (Jn. 20, 17). Es impactante observar cómo el Hijo de Dios, siendo Dios él también, acude a su Padre con esta humildad y reconoce que necesita estar en esa íntima comunión de vida y amor con su Padre.

Por otra parte, Jesús invita también a los suyos a la confianza: “pidan y recibirán” (Mt 7,7-8). Pero esta confianza no debe estar reñida con la actitud de humildad que Jesús recomienda a los suyos y que identifica su propia oración; pues por sobre todo está el someterse a la voluntad del Padre. En el momento de su máxima agonía el Señor repite incesantemente estas palabras: “Padre, si es posible aparta de mi este cáliz, pero que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Mt 26, 39 y también en los versículos 42 y 44).

Entonces, si nos detenemos a comparar el estilo de oración de Jesús, que Él recomendó a los suyos, con la actitud de aquellos que siguiendo modas ajenas a nuestra fe “declaran” o “decretan” ya sea beneficios materiales o espirituales, prosperidad, curación, etc., nos damos cuenta que están muy alejados de lo que Jesús enseñó a los suyos con su mismo ejemplo de humildad y sometimiento a la voluntad de su Padre.

Ni Jesús ni la Iglesia nunca nos han enseñado a declarar y/o decretar. Es más, la Iglesia en sus oraciones litúrgicas se dirige al Señor en actitud de súplica, tal como lo observamos en las oraciones de la celebración de la Santa Misa, los Sacramentos y la Liturgia de las Horas.

Por otra parte, algunos también en sus oraciones utilizan las frases “yo ato” o “yo desato”, según ellos haciendo uso de la autoridad que el Señor otorgó a su Iglesia de “atar y desatar” (Mt. 16, 19). Esta autoridad la otorgó el Señor a Pedro, y la ejerce válidamente el Santo Padre, sucesor de Pedro, y el colegio de los Obispos, en comunión con el Santo Padre. Y los fieles en humildad y en la obediencia de la fe, nos sometemos a la autoridad de aquellos que nos presiden y apacientan, como el pastor a su rebaño.

Finalizamos entonces, afirmando que no es correcta la oración en la que se pretende declarar, decretar, atar o desatar. Es más, creo que ni siquiera puede llamarse oración. No confundamos la confianza a la que nos invita el Maestro con la pretensión o la soberbia de creernos todopoderosos.