Tuve otro sueño, pero esta vez no vi al solitario hombre que cavilaba a orilla del lago de inmensidad marina. No. En este otro sueño vi una extensa y amplia mesa en cuyos laterales había colocadas alrededor de 7 mil 450 millones de sillas, es decir, un número similar a la población humana mundial. ¡Increíble! Forcé mis ojos para poder ver toda la extensión de esa mesa gigantesca, suspendida sobre los océanos, con un enorme mantel blanco que la cubría de extremo a extremo.

De repente, como suele acontecer en los sueños, la mesa estaba llena de alimentos variados, acorde con la gastronomía de cada país, de cada cultura viviente en el planeta Tierra. Microsegundos después –como también suele ocurrir en los sueños- había en la mesa platos y cubiertos para los invitados. Atónito, observaba todo aquello, como si fuera acto de magia de algún bromista.

Sorprendente fue lo que aconteció luego: en la parte central de la mesa, sentados y vestidos informalmente —con el vestuario típico de sus respectivos países y como si fueran parientes que hacía tiempo no compartían—, alcancé a ver a todos los gobernantes del planeta: los 194 que conducen el destino de todas las naciones distribuidas en los cinco continentes: 50 de África, 50 de Europa, 45 de Asia, 35 de América y 14 de Oceanía. Daba la impresión de que la diversidad cultural no importaba; se sentía que todo allí, en esa mesa, era parte del patrimonio común de la humanidad: ¡miles de lenguas convertidas en una lengua común y extraña, pero unificadora!

Quise despertar. ¡Quería comprobar si en verdad era un sueño o si algo milagroso había ocurrido en el planeta luego de tantas tragedias, de tanto enfrentamiento entre el hombre y la naturaleza! Pero algo me contuvo: una mano tierna sujetó mi brazo derecho; era la mano de una niña que me sonreía angelicalmente y me pedía, con su dulce y luminosa mirada, que no despertara todavía: «Miguel, lo extraordinario aun no lo has visto», me dijo.

Efectivamente, microsegundos después de haber desaparecido la niña sin que yo lo notara, todas las sillas —las 7 mil 450 millones de sillas que había visto al principio del sueño— estaban ocupadas por todos los habitantes de la Tierra. Era una verdadera congregación de la humanidad entera: sonrientes, sentados a la mesa como una sola familia compartiendo una cena especial, como de celebración de algo grandioso. Nadie era líder allí, no se podía distinguir quién dirigía. Había jóvenes, niños/as, ancianos/as, hombres maduros, igual mujeres; incluso personas usuarias de sillas de ruedas. ¡Todos éramos iguales!

Sí, eso dije: «éramos», porque yo también estaba sentado a la mesa compartiendo. En el centro de esa mesa alcancé a ver un rótulo dorado, como una placa de reconocimiento con una inscripción con rayos luminosos: «En este planeta todos somos hermanos e iguales ante Dios». Eso decía.

Desperté y había algunas gotas en mis mejillas. Comprobé que no eran de agua, sino lágrimas con su característico sabor salado. Un deseo inmenso se apoderó de mí: el de ver algún día, como en el sueño, sentados a la mesa, como una enorme familia humana, a todos los seres de la Tierra. Sería el triunfo de la paz, sería la salvación posible del planeta.

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*En mi obra inédita «Ideas en movimiento: frases personales y reflexiones»