El Domingo de Ramos en la Pasión del Señor representa el gran portal por el que entramos en la Semana Santa, un tiempo en el que contemplamos los últimos momentos de la vida de Jesús. Este Domingo recuerda la entrada de Jesús en Jerusalén acogido por una multitud festiva. Ya en el año 400 se realizaba en Jerusalén la procesión de las palmas.

La Santa Misa se caracteriza enteramente por el tema de la Pasión de Jesús: esto es particularmente cierto con el texto de los Evangelios, que presentan el relato de la Pasión según el año correspondiente. La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías (el Canto del Siervo del Señor, Isaías 50), se convierte en una oración en el Salmo 22, con el estribillo «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Un temor que, sin embargo, no impedirá a Jesús obedecer al Padre «hasta la muerte en la cruz», como recuerda el texto de Filipenses, elegido como segunda lectura.

La Semana Santa no es una celebración de «duelo» y «lamento», sino la semana que expresa el corazón del misterio pascual, cuando Jesús da su vida por nuestra salvación: por amor Jesús se hizo hombre, y por amor da su vida. En esta obediencia, Jesús ama al Padre y ama a los hombres que vino a salvar.

En el Domingo de Ramos se nos ofrece una interpretación de nuestra vida y  destino. Cada una de nuestras penas y dolores encuentra una respuesta en Jesús: ante preguntas como por qué sufrir, por qué morir, por qué tomar tantas decisiones incomprensibles a los ojos humanos, Jesús no nos dio respuestas vagas, sino que con su vida nos dijo que está con nosotros, a nuestro lado. Hasta el final. Nunca estaremos solos en nuestra alegría y en nuestro sufrimiento. Jesús está allí.

Esta celebración pide ser entendida, más que con palabras, con silencio y oración; tratemos de entrar en ella con el corazón.

Cuando Jesús llegó con sus discípulos a una propiedad llamada Getsemaní, les dijo: «Quédense aquí, mientras yo voy allí a orar».

Y llevando con Él a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, comenzó a entristecerse y a angustiarse. Entonces les dijo: «Mi alma siente una tristeza de muerte. Quédense aquí, velando conmigo».

Y adelantándose un poco, cayó con el rostro en tierra, orando así: «Padre mío, si es posible, que pase lejos de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». (…)
Jesús estaba hablando todavía, cuando llegó Judas, uno de los Doce, acompañado de una multitud con espadas y palos, enviada por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo.

El traidor les había dado la señal: «Es aquel a quien voy a besar. Deténganlo». (Mt 26,36-39,47-48)Mientras Pedro estaba abajo, en el patio, llegó una de las sirvientas del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro junto al fuego, lo miró fijamente y le dijo: «Tú también estabas con Jesús, el Nazareno».

Él lo negó, diciendo: «No sé nada; no entiendo de qué estás hablando». Luego salió al vestíbulo.

La sirvienta, al verlo, volvió a decir a los presentes: «Este es uno de ellos». Pero él lo negó nuevamente. Un poco más tarde, los que estaban allí dijeron a Pedro: «Seguro que eres uno de ellos, porque tú también eres galileo».

Entonces él se puso a maldecir y a jurar que no conocía a ese hombre del que estaban hablando. En seguida cantó el gallo por segunda vez. Pedro recordó las palabras que Jesús le había dicho: «Antes de que cante el gallo por segunda vez, tú me habrás negado tres veces». Y se puso a llorar.  (Mc14,66-72)Cuando llegaron al lugar llamado «del Cráneo», lo crucificaron junto con los malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda.
Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Después se repartieron sus vestiduras, sorteándolas entre ellos.

El pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!».
También los soldados se burlaban de Él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!».

Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».

Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que Él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero Él no ha hecho nada malo». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino».

Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde. El velo del Templo se rasgó por el medio.

Jesús, con un grito, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró.  (Lc 23,33-46).

Oración

Señor Jesús,
en medio de una multitud festiva
has venido a Jerusalén.
Obediente hasta el final,
entregas tu espíritu al Padre,
dando tu vida para salvarnos.
Las bocas de los que hoy
te aclaman «Hijo de David»,
mañana gritarán: «Crucifícalo».
Los mismos discípulos que prometieron
quedarse contigo hasta el final, te abandonan.
¿Y yo, Señor?
Me parece que me cuesta seguir tu ritmo.
Me parece que la oración
es difícil de decir.
Tartamudeo. Me detengo. Reflexiono.
Me doy cuenta de que, como Judas, estoy preparado
para traicionar al Amor con gestos de amor.
Como Pilatos, estoy preparado
para defender la verdad,
siempre que no tenga que pagar yo las consecuencias.
Como Pedro, estoy preparado
para hacerte muchas promesas,
pero estoy igualmente dispuesto a abandonarte.
Como los discípulos, estoy preparado
para jurarte lealtad,
y luego desaparecer en el anonimato.
También descubro que…
como María, la dolorosa,
en silencio, puedo acompañarte con mi corazón herido
a lo largo de tu via crucis.
Como el discípulo amado,
con María, sé quedarme contigo,
al pie de la cruz.
Como el buen ladrón,
sé reconocer mis errores
y encomendarme a tu corazón misericordioso.
Como el centurión,
sé reconocer
que Tú eres mi Señor y mi Dios.
Jesús, Hombre de la Cruz,
Hijo y hermano,
¡Ten piedad de mí!
Ayúdame a caminar detrás de Ti.
Contigo.
Para vivir en Ti y por Ti.  

(Oración de A.V.)

Fuente: Vatican News